- Así éramos en los años Cuarenta
- El País Semanal, 1994-06-05 # Eduardo Haro Tecglen
Al comenzar la guerra mundial, España tenía 26.187.899 habitantes (censo de 1940), y había crecido en 2.343.103 en los últimos 10 años, pese a los tres años de guerra civil y al exilio. Diez años después (1950) habría crecido, contra todas las previsiones, solamente en 2.180.743 personas. Sobre estas cifras hay abundantes discusiones. La más extraordinaria es la que supone que en la posguerra / guerra mundial murieron (por hambre, por enfermedades adquiridas en la guerra) o dejaron de estar presentes en el censo por el exilio más españoles que durante la guerra. El número de personas asesinadas por cualquiera de los medios conocidos (desde el tiro en la carretera al consejo de guerra sumarísimo de urgencia) es desconocido, pese a las muy diferentes interpretaciones de cada historiador. Como el número de muertos en la guerra. Unos se aferran a la mítica cifra del millón (título de la también mitica novela de Gironella, 1961) y otros la rebajan a menos de la mitad. Es curioso que también estos cálculos, hechos de todas las maneras posibles, sea por informes policiales y judiciales o por cálculos sobre actas de defunción, hayan seguido estando divididos en dos bandos: los republicanos mantienen la cifra alta; los militares y los franquistas, la reducida.
En las esquelas de los periódicos fue corriente ver durante dos o más años después del último parte de guerra la anotación: "Murió víctima de los padecimientos sufridos en la zona roja", o las alusiones directas al asesinato. Las otras muertes aparecían muy pocas veces: en casos señalados, en los periódicos se publicaba una noticia de redacción y título obligatorio: "Sentencia cumplida". Se refería solamente a las consideradas legales por los consejos militares. Gran parte de los asesinatos dejaban constancia en los registros (los que la dejaban) con la mención de "fallo cardiaco".
Una frase de Gaetano Mosca, escritor italiano:"Todo régimen que persiga adecuadamente a sus adversarios puede mantenerse en el poder indefinidamente".
Franco recibe a la Junta Técnica de Acción Católica y dice: "Es nuestra tarea, ahora, recristianizar nuestra nación".
Entre el parte de guerra final del 1 de abril de 1939 y el principio de la guerra mundial (invasión de Polonia por Hitler, 1 de septiembre) sólo habían transcurrido cinco meses. Ninguna nación, en vísperas de crisis mundial, podía ayudar a España, y la reconstrucción no había comenzado (se creó una dirección general: de "Regiones Devastadas"). Sin embargo, todos querían que esta pieza clave de la geopolítica les fuese amistosa. El Reino Unido y Francia habían reconocido el régimen franquista antes de terminar la guerra civil, y Franco elevaba sus amistades y valedores a la categoría de pactos: amistad y no agresión con Portugal hispano-germano (más tarde, Bloque Ibérico) y, sobre todo, el Anti Komintern (27-III), para el que tuvo una gran sorpresa: el pacto germano-soviético del mes de agosto. Ante la invasión de Polonia, España se declaró neutral.
"Si alguien, por ahí, se figura que nuestra “neutralidad” quiere decir constitución de una especie de Suiza mental, oficial y oficiosa, en el Estado y la Falange, o una conciencia híbrida y eunucoide enturbiada por la impotencia, de niebla y lágrimas, no conoce al Estado que ha nacido como Estado heroico y militar" (“Arriba”, 24 de mayo de 1940).
El hambre se hizo larga, muy larga. No es preciso explicar que venía de antes de la guerra, que era endémica en el país que inventó la novela picaresca, pero la guerra había devastado lo poco que había mejorado durante la II República. La España urbana estuvo con la República: la de los obreros, los intelectuales, los empleados y una buena parte de militares. La rural se alzó con Franco: quedó con las dos terceras partes del trigo, la mitad de las patatas y las hortalizas, las nueve décimas partes del azúcar. La industria, en zona republicana, perdió su base al caer el Norte. La República tuvo que empeñarlo todo para recibir alimentos y armas: los distribuía mal. Al terminar la guerra, la España que comía recibió a la que no comía: ni trabajaba ya (depuraciones). Se estableció el régimen de abastecimientos: la cartilla para la comida y el tabaco. Pero se mantuvieron las diferencias entre zonas.
La palabra “straperlo” apareció en la República para señalar la corrupción de la clase política. Lerroux, presidente del Gobierno (radical), fue acusado de recibir dinero (directamente o por su sobrino Aurelio) a cambio de la concesión de un nuevo juego, una nueva ruleta, inventada por el austriaco Strauss. La palabra, sin embargo, tomó todo su esplendor en la larga posguerra: significaba lo que después se llamó mercado negro, o la compra-venta de artículos de primera necesidad fuera del abastecimiento legal. Estaba tolerado: se sabía que con la distribución oficial no se podía comer.
"¡Lo tengo negro, lo tengo “picao”!", gritaban las vendedoras a la puerta del metro. Una broma de lenguaje para referirse al tabaco de picadura. Los cuarterones.
Un cóctel de moda en las “boîtes” (oscuras, sombrías, tristes: imperaba el bolero) era el “porto slip”. En su composición, con el oporto, yema de huevo y avellanas: alimentaba.
Las medicinas, en Chicote: un centro nacional del estraperlo caro. Cuando aparecieron las sulfamidas, sólo se encontraban allí; pasaría después con la penicilina. Pedro, Perico Chicote, había sido barman del Congreso de los Diputados (en el Senado se tomaban caramelos: de La Pajarita, que todavía existe).
Paladeando su “porto slip”, la dama enlutada iba contando su desgracia con alguna lágrima: "Si Pepe levantara la cabeza y me viera así... Pero se llevó la llave de la despensa. Y el bastón". Algunos sentían solidaridad. Otros llevaban encima el orgullo de acostarse con la viuda o la hija del vencido encarcelado o asesinado. Va en temperamentos.
Por la noche, cuatro golpes de timbal con la “Quinta” de Beethoven señalaban la sintonía de la BBC. ¡Cuidado con los vecinos!
Siempre dos Españas. La del exilio: con el título de “España peregrina”, Bergamín, Carner y Larrea fundaron en México una revista de la intelectualidad republicana. En Madrid, Dionisio Ridruejo fundaba la revista Escorial. Un nombre que significaba una arquitectura característica que se extendió durante gran parte del régimen, una manía por la piedra berroqueña (“Sonetos de la piedra” creo que se llamó un libro del mismo Ridruejo), la rectitud, la geometría. Así empezó el Valle de los Caídos. (Y el Ministerio del Aire, en la Moncloa, donde estuvo la cárcel modelo: le llamaron Monasterio del Aire).
Picasso no solamente era comunista, había sido director del Museo del Prado y contribuido con su Guernica a la propaganda roja: es que era un mal pintor. Cundía la idea de que era un engañabobos: no sabía dibujar, y se refugiaba en el disparate para medrar, amparado por el partido. El gran maestro era Marceliano Santamaría: fue el profesor de pintura de Franco. Los intelectuales falangistas estaban ya en Solana, incluso en Zuloaga.
"Queremos una España faldicorta", había dicho José Antonio Primo de Rivera: su hermana le puso pololos. La Sección Femenina hizo una labor social importante: llevó bibliotecas a los pueblos, máquinas de coser y músicos que recogieran el viejo folclore perdido. Pero todo bajo el pensamiento de santa Teresa, Isabel la Católica y Pilar Primo. En una tribuna de la calle de Alcalá, las gentes de teatro que habían quedado en Madrid vieron desfilar a las tropas vencedoras: Benavente, Miguel de Molina, levantaban el brazo. No les sirvió. A Miguel de Molina le apalearon unos señoritos falangistas con cargo oficial y se fue al exilio; a Benavente le prohibieron el nombre, pero no estrenar. Esto se debía a que las autoridades teatrales decidieron no castigarle, pero las de la censura de prensa (Juan Aparicio), sí. En las carteleras, en las puertas de los teatros, se anunciaban sus estrenos y se decía: "Por el autor de “La Malquerida”", o "por nuestro premio Nobel". Pero el teatro lo empezaron a dominar Pemán, los Quintero (uno murió en la guerra; el otro firmaba por los dos), los Machado (la misma cuestión: Antonio murió en el exilio, y Manuel ponía los dos nombres), y surgieron valores zafios, o resucitaron: Adolfo Torrado, Leandro Navarro, José de Lucio... Después vendría la llamada generación del 27 del teatro: López Rubio, Joaquín Calvo Sotelo, Ruiz Iriarte: como seguidores de Mihura, de Casona, y algo benaventinos. Teatro de evasión.
Y las folclóricas. Algunas venían de antes (¡Pastora Imperio!), otras comenzaron entonces su carrera: Lola Flores y Carmen Sevilla, y Paquita Rico... La del régimen: Concha Piquer, para quien se había medio matado, echado de España, a Miguel de Molina. Sin embargo, una de sus canciones se convirtió en el lema de nostalgia y libertad de un par de generaciones jóvenes: “Tatuaje”.
Un éxodo comenzó por la frontera de Irún: gente que huía de Francia, después de la “dróle de guerre” (la espera ante las líneas Sigfrido y Maginot) y escapaba de la invasión alemana. Muchos judíos, algunos que habían pasado ya de Alemania, Checoslovaquia y Polonia, a Francia. No todos eran admitidos: Walter Benjamin, rechazado, se suicidó. Uno de los más grandes intelectuales de su tiempo.
En París, el cronista César González Ruano vendía por dinero (o joyas, o pieles) contraseñas a hebreos para que alguien les pasase a España por los Pirineos. Eran falsas y, cuando llegaban al punto convenido no había nadie. Los alemanes se confundieron con él, creyeron que era un protector de la raza y le encerraron en la prisión de Cherche-Midi. Al fin se convencieron de que era solamente un estafador y le dejaron en libertad.
Frase de Francisco Casares, secretario general de la Asociación de la Prensa de Madrid: "Porque, salvo el caso de algunos pusilánimes que sin verdadera causa justificada, por un impulso alocado, por una simple fuerza de sugestión, salieron corriendo, los demás, la gran mayoría de los que llegan, son los culpables". Dos frases de Manuel Aznar: "Las colonias de judíos y sus compadres. Esa clase de sujetos son perfectamente despreciables"; "Los judíos que instigan a la lucha, pero que no participan de ella".
Se podía llegar a un acuerdo con la dama o damita enlutada de los boleros (cuando vino a cantarlos Elvira Ríos, quizá la mejor del mundo —¿o sería mejor Toña la Negra?—, sólo podían acudir los ricos), pero ¿dónde ir? No a su casa, con familia, o con huéspedes (la otra fuente de los vencidos en Madrid: alojar a los vencedores en pensiones improvisadas); no a un hotel, donde era absolutamente imposible: al casarse, el cura extendía un certificado de matrimonio de urgencia para que los hoteleros admitiesen a la pareja; pero la censura impedía, en las notas de sociedad, la mención antes clásica de "...los recién casados salieron en viaje de bodas a...", porque el lector, inmediatamente, se imaginaba "qué estarían haciendo": pornografia (la palabra piernas estuvo prohibida, por sicalíptica, durante mucho tiempo: hasta en las crónicas de fútbol se hablaba de las extremidades). Había algunos lugares semiclandestinos. Caros. Doña Fermina, en la calle de Luchana, tenía una habitación barata, pero con un inconveniente: por el centro de ella pasaba el ascensor de la casa.
Bueno, había chicas libres: lo habían sido antes, tenían la educación que daba el feminismo de Hildegard, o de Federica Montseny y los anarquistas, pero su situación era bastante complicada. Naturalmente, no podían ir a esas casas: quedarían marcadas. Ni a los reservados de algunos restaurantes. Los palcos de los cines comenzaron a estar vigilados. Había los grandes besos, las grandes manipulaciones, en las últimas filas de los cines: pero podía aparecer el acomodador, enfocar la linterna y mostrar al señor que le acompañaba: policía (en cada local solía haber un agente de servicio). Sólo costaba una multa. Y, lo peor: una nota en los periódicos con el título de Multados por cometer actos inmorales en los cines, y los nombres del chico y la chica. A alguna le costó ser expulsada de su casa. Al chico le felicitaban sus compañeros: pero en los colegios de frailes o monjas se podía llegar a la expulsión.
"Guapo, di que soy tu novia", decía de pronto, en la noche, una chica que se agarraba al brazo de un hombre que pasaba por la Gran Vía: para burlar la redada de la policía. A las prostitutas las pelaban, las llevaban a un campo de concentración y, según ellas, no dejaban de violarlas. También dependía de quién saliera valedor por ellas o por ellos: para los homosexuales había un campo; creo recordar que el de Nanclares de la Oca estaba dividido para hombres y mujeres. Por la moral. Muchos, generalmente intelectuales, huyeron de España por este motivo. Incluso un biógrafo de José Antonio Primo; quizá enamorado de él en silencio.
Estaban la Casa de Campo, la carretera de Castilla, más montaraces que ahora (cuidado con la de El Pardo: el camino hacia Franco estaba vigilado), se podía llevar a la novia, aunque ella, como el cordero hacia el altar del sacrificio. La policía tenía perros adiestrados al olor sexual: olfateaban, corrían silenciosos y sólo ladraban cuando tenían bajo sus patas a la pareja horrorosa, pecadora: inmovilizados, eran fotografiados por el “flash” de los guardias, que avisaban a los familiares con la foto ya revelada y se la mostraban: no había más delito que la multa y el deshonor. Para los casados, tenían preparada una denuncia escrita y, cuando llegaba el cónyuge que no sabía por qué su pareja estaba detenida, le mostraban la foto y le ponían delante la denuncia para que firmase: el adulterio era sólo perseguible a petición de parte (en algunas épocas, comportaba pena de siete años de prisión. El adulterio entró en el Código Penal en mayo de 1942).
La guerra sigue siendo un relámpago, y Hitler es Júpiter: invasión de Yugoslavia y Grecia, ataque a la URSS, sitio de Leningrado, ataque a Moscú, asalto japonés a Pearl Harbor, ocupación de la Francia de Pétain...
"Rusia es culpable", grita Serrano Suñer desde el balcón de Alcalá, 43, ornado con unas enormes flechas de Falange: es el principio de la División Azul.
Y cuando se denunciaba al cónyuge, aunque no se le denunciase o se retirase la acusación, ¿qué hacer? El divorcio había sido derogado en toda España (25 de noviembre de 1939), al mismo tiempo que el matrimonio civil: con efecto retroactivo. En la zona franquista ya habían purgado o arreglado su situación los que estaban en esas condiciones: al invadir la zona republicana, todos los matrimonios de guerra, los civiles de la República y todos los divorcios quedaban, simplemente, como no existentes (igual que el dinero y las cuentas corrientes bancarias de la guerra civil, igual que los títulos académicos: habían dejado de existir). Habían tenido hijos: de repente se convertían, de legítimos, en naturales o adulterinos, o de padres desconocidos.
Este afán de borrar registros llegó hasta a partidas de nacimiento (por ejemplo, la de Casares Quiroga en La Coruña, padre de María Casares). Se arrancaban del libro. Nadie estaba en condiciones de protestar, excepto algunos ajenos a la cuestión: los inscritos en la otra cara de la hoja, que se veían así privados de existencia sin tener relación ninguna con el suceso.
Aparece el NO-DO. Se nutre del Luce italiano, del UFA alemán; los cámaras españoles empiezan a hacer reportajes. Aparece, también, la costumbre de llegar un cuarto de hora más tarde al cine para evitarlo.
El régimen, en busca de una legitimidad: fundación del Consejo de Estado, reapertura de las bolsas, Comisión de Regulación de la Producción, reforma tributaria (Larraz), Consejo de Economía Nacional. Lo inverso: Tribunal de la Masonería y el Comunismo, del Frente de Juventudes, ley para la devolución de las expropiaciones de la reforma agraria de la República.
Y asalto a Gibraltar. Explicaba Serrano Suñer: "Después de 200 años de mansedumbre y tristeza, nuestro único discurso es ¡Arriba España, arriba España, arriba España!". Y Franco cambiaba la “neutralidad” (que ya se vio cómo era) por la “no beligerancia” (que era lo mismo: pero que fue el primer estatuto de Italia antes de entrar en guerra junto a Hitler).
La entrevista de Franco con Hitler en Hendaya, prolongada por la de Serrano en Berlín. Todas las versiones que se deseen. Una gran parte de los historiadores imparciales mantenían que el deseo de Franco y el de Serrano era el de entrar en la guerra, vencida ya Francia, a punto (creían) el desembarco en Inglaterra, para recoger los frutos imperiales (expuestos en un libro de José María Areilza y Fernando Castiella, “Entre Hendaya y Gibraltar”, que fue famoso: 1941). Después de la caida del III Reich, el régimen mantuvo que la "astucia de Franco" evitó que Hitler arrastrase a España a la guerra: creo que ésa es la tesis actual de Serrano Suñer. En la última biografía de Franco, la de Paul Preston, se dan detalles de cómo fue Hitler el que se negó a la petición de Franco y Serrano: con España no beligerante obtenía numerosos beneficios (materias primas, espionaje, dominio del régimen, relaciones con los nacionalismos árabes y con la política contra Estados Unidos de los países de América española, que finalmente acogieron a los nazis refugiados), mientras que, combatiente, estaría expuesta a un segundo frente, y habría que alimentar su pueblo y rearmar su ejército. Un mal negocio: además de tener que repartir algo del mundo compartido. Se ha dicho también que Hitler, no quiso la entrada de Italia en guerra, pero le desbordó la ambición de Mussolini
Y, sin embargo... Habían sucedido algunas cosas. Churchill se había hecho cargo del Reino Unido y su guerra, y Churchill era franquista, como había sido mussoliniano hasta la entrada de Italia en la guerra. Hubo una correspondencia. La hubo con Roosevelt cuando Estados Unidos estuvo en el conflicto, tras el ataque de Pearl Harbor. Y Franco comenzó a arrojar algún lastre. Ridruejo y Tovar, falangistas y germanófilos (Ridruejo, en la División Azul; Tovar, intérprete de Franco y Serrano con Hitler), despedidos. Y el propio Serrano Suñer. Alfonso XIII abdicó; luego murió, y su hijo, don Juan, comenzó una correspondencia con Franco desde Italia, donde expresaba su admiración a Mussolini, y su adhesión.
En el cine se empezó a hablar de “teléfonos blancos”; las películas donde aparecían estos instrumentos significaban una decoración de lujo, un ambiente “selecto”. Generalmente venían de Italia (¿quién no amó a Alida Valli?) o de Alemania (¿quién no se reía con Heinz Rühman, quién no admiraba a Zarah Leander, la Marlene menor que se quedó con Hitler?). Muchas de las películas españolas se rodaban en Italia y en Alemania. En Berlín hizo Florián Rey una “Carmen” (y “La canción de Aixa”, 1937) con su pareja Imperio Argentína (“Morena Clara” estuvo en el Rialto de Madrid hasta ese año; la quitaron por esa razón, y los “nacionales” la repusieron al entrar); les invitó Hitler a una recepción y tuvo una conversación animada con Imperio. Se dijo que algo más; ella lo negó siempre, pero tuvo un sabotaje cuando, años después, fue a cantar a Estados Unidos. Los productores grandes, en España, fueron Cifesa y Cesáreo González. Los guionistas o directores de mejor calidad fueron Edgar Neville, Enrique Llovet, José López Rubio. Pero nadie quería ir a ver películas españolas.
Quizá los cuatro nombres más populares de España fueron los de Chicote, Jacinto Guerrero, Cesáreo González y ¡Celia Gámez! "La Celia", decía el pueblo (había entrado en Madrid cantando el chotis “Ya hemos pasao”, respuesta al "No pasarán" de Pasionaria). Doña Carmen iba a verla al camerino. Y a Nini Montián (Elena de Ampudia, hija del general).
Las recibía en El Pardo. Otras visitas: doña Ramona, esposa del general Alonso Vega, ministro de Gobernación; la viuda de Pradera. Los amigos del general eran Pedrolo (el almirante Nieto Antúnez, ministro en la transición, dimitió por no admitir la legalidad del partido comunista); para las cacerías, Luis Miguel Dominguín. (A Dominguín no le contrataron en los “sanfermines”, y Franco se rió de él: "No puedes ni ir a Pamplona", le dijo. "Ni usted tampoco, mi general", contestó él, aludiendo a los disturbios de los requetés descontentos).
Los “maquis”, nombre francés para los guerrilleros españoles que mantenían la resistencia armada contra Franco, atacaban en el valle de Arán. Hubo movilizaciones para acudir, si era preciso, a la frontera.
Literatura de las dos Españas: Juan Ramón Jiménez, “España de tres mundos”; Sénder, “Crónica del alba”; Alberti, “La arboleda perdida”; Alberti, “Entre el clavel y la espada”; Cela, “La familia de Pascual Duarte”; Ridruejo, “Sonetos a la piedra”; García Nieto funda “Gracilazo”, revista de una generación elitista, sonetista, pétrea.
Nadie iba al cine a ver “Raza”. Guión de Franco, dirección de José Luis Sáenz de Heredia (luego hizo “Franco, ese hombre”). Sin embargo, este favorito del régimen (uno de los Primo de Rivera) hizo algunas de las mejores películas cuando se le pasó el primer furor; él y Rafael Gil, además de los citados antes.
La guerra: la están perdiendo... ¿Había tenido suerte Franco, había sido extraordinariamente hábil, o capaz de jugar a dos barajas? Los aliados desembarcan en África del Norte (¿consiguió Franco que no fuera en España? ¿Lo consiguió Oliveira Salazar?). Montgomery avanza hacia Egipto, liberación de Leningrado, desembarco en Sicilia, incapacitación y detención de Mussolini (creación del “fascismo republicano”).
Y Franco cambia de estatuto: volvemos a la neutralidad, después de haber pasado por la no beligerancia. Mientras negocia secretamente con los aliados, pronuncia en Sevilla el discurso del “millón de bayonetas” que enviaría para defender Berlín (en el momento oportuno se las enfundó). Siempre trata de favorecer a sus aliados: trata de negociar la paz y comienza ardorosamente a explicar la diferencia entre el comunismo y las democracias: si hubiera una alianza con Hitler, contra Rusia... Es lo último que intentará, después, Rudolf Hess, volando a Inglaterra. Hitler en la Cancillería, sus militares de carrera contra el propio Hitler... Nadie va a caer en esa trampa; pero Franco puede ser útil para el anticomunismo de después. Le felicitan Churchill y Roosevelt. Aun así, hay que retirar los últimos de la División Azul en 1945... Se acabó la guerra...
Todo cambia, el escenario es otro: ya se percibe el saludo fascista, ya se rompen relaciones con Japón, ya se abandona Francia. Se acabaron aquellos amigos. Pierre Laval, presidente del Consejo francés, colaboracionista, se refugia en España, y Franco le entrega al tribunal, que le condenará a muerte y le fusilará. Y a Maurrás, que pasará años en la cárcel.
El hecho de que termine la guerra mundial no significa que termine la posguerra en España: dura ya seis años. Durará mucho más. Únicamente, que se empieza a contar un poco lo que sucede. Lo cuenta Carmen Laforet en “Nada”, la novela que inaugura la gran serie del Premio Nadal, y Buero Vallejo con “Historia de una escalera”: era un pintor comunista condenado a muerte, indultado, y de pronto escritor de teatro (cuando le dieron el Premio Lope de Vega no sabían quién era; me explicó un jurado, Alfredo Marqueríe, que cuando se enteraron quisieron quitárselo, pero ya era imposible). Y una película, “Surcos”, de Nieves Conde. Todas relataban el hambre, el desamor, la desesperanza.
Aún había de llegar la desesperanza definitiva. Al principio de esta guerra civil, Malraux, aviador de la República Española (durante la guerra mundial, combatiente de la Resistencia francesa), había escrito “L'Espoir”; España, alzada contra el fascismo, significaba la gran esperanza de Europa. Ahora, terminada ya la guerra, cambiada la escenografia y los figurines de Franco, algunos de sus hombres, se publicaba un libro anónimo en París (con seudónimo Juan Hermanos) que se titulaba “La fin de l'espoir”. El final de todo: la guerra mundial había fallado, empezaba la guerra fría, y todo seguía igual en la Península. Llevaba prólogo de Jean-Paul Sartre.