2001/09/28

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  • Homosexualidad: entre la desesperanza y el desánimo
  • Nación Gay, 2001-09-28 # David Montero · Coordinador de Gehitu
EL Siglo XXI ha traído grandes esperanzas, grandes retos, y también grandes dosis de escepticismo ante un mundo, quizá más deshumanizado e impersonal, globalizado, mercantil... Pero yo siempre prefiero ser optimista y me quedo con la confianza en lograr que la civilización, mejor, las civilizaciones avancen en el buen camino de la libertad.

Este inicio de milenio a los gays, a las lesbianas y a los transexuales nos ha obsequiado con buenas noticias. En sí no es ni bueno ni malo que en París y en Berlín haya un alcalde gay (lo importante, sobre todo para las ciudadanías parisina y berlinesa, es que sea un buen alcalde) pero es reconfortante, cuando menos, que siendo pública la orientación homosexual de los aspirantes no haya sido un obstáculo en sus carreras políticas.

Igualmente ilusionante es que por fin haya calado en la sociedad en general el debate sobre los derechos de gays y lesbianas. Aquello que comenzamos reclamando los colectivos hace unos años, una Ley de Parejas de Hecho, porque creímos imprudente plantear desde el inicio el derecho a acceder al matrimonio, ha dado sus frutos. Hoy en día, tras vivir momentos de euforia solidaria en toda Europa con manifestaciones que han llegado a reunir a 250.000 personas (Londres, París, Colonia, Roma, Madrid... ) comprobamos que se puede hablar del derecho de los gays y las lesbianas a casarse con el sólo escándalo de los fundamentalistas de siempre y el apoyo mayoritario de la ciudadanía. En el Congreso de los Diputados ya se debate sobre este tema hasta que al PP le parece que hay que evitarlo. Pero no sabe que su voto no nos priva de él porque ya está en la sociedad. Las encuestas nos dan la razón, nos dicen que una mayoría social nos apoya. Los hechos confirman tozudamente que tenemos hijos y que éstos tienen un desarrollo pleno y satisfactorio, y que lo único que está hoy día desprotegido es su derecho a tener a todos los niveles la cobertura de dos personas que cuiden de ellos.

Holanda y, en menor grado, Alemania, han aprobado leyes que nos reconocen lo arriba expuesto; en Vitoria, el incoherente alcalde del PP reconoce la legitimidad de nuestras reivindicaciones pero no vota en el Congreso; Cataluña, Aragón, la Comunidad Valenciana y sobre todo Navarra cuentan con leyes de uniones estables de pareja. Todo esto evidencia que en Europa hay unos ciudadanos más iguales que otros pero también que se va avanzando.

Con estos antecedentes, y otros como la cada vez más frecuente aparición pública de personajes sin ocultar su homosexualidad, surgen voces que nos instan a no ser exigentes hasta el punto de herir las sensibilidades de otros. Bajo la excusa de que la sociedad no está preparada y que hay que ir despacio se intenta justificar un desprecio por los derechos fundamentales que si en lugar de ser los de gays y lesbianas fueran los de los negros, gitanos, inmigrantes o mujeres, todos se apuntarían a defender, y con toda la razón. En el Congreso Mundial contra el Racismo, la Xenofobia y todas las formas de discriminación, recientemente celebrado en Durban, Sudáfrica, la Asociación Internacional de Lesbianas y Gays no fue autorizada a participar por el voto en contra de los países fundamentalistas y el apoyo del Vaticano (sus decisiones y la desconfianza que genera en los jóvenes no son independientes).

¿Acaso no tenemos nada que decir? En Egipto, 52 jóvenes gays se enfrentan a una dura condena de cárcel por su orientación sexual. En Brasil se asesina un gay cada dos días, en México uno cada dos semanas, con una edad promedio de 21 años. El informe de Amnistía Internacional sobre la persecución que sufren gays y lesbianas en el mundo es demoledor. Las bombas en lugares de ocio para público gay o en las sedes de los colectivos están a la orden del día. La homosexualidad es ilegal en la mitad de los países del mundo y en diez aplican la pena de muerte; sólo hay dieciocho países con leyes antidiscriminatorias y unos doce con algunas leyes de parejas. El índice de suicidios entre adolescentes gays y lesbianas es nada menos que 6 veces superior al de heterosexuales. Las llamadas solicitando ayuda en casos de repudio familiar y expulsión del hogar de jóvenes gays o lesbianas son numerosas (de ello damos fe en Gehitu).

En Madrid, las viejas calles del barrio de Chueca son a la vez un espacio de libertad y respeto, pero también una trampa en cuyos rincones se producen brutales agresiones todas las semanas; en la Castellana las agresiones a transexuales han sido cotidianas en los últimos meses hasta la muerte de una de ellas en mayo, tras una paliza con bates de béisbol ante la pasividad de las autoridades policiales y políticas. En San Sebastián se nos impide el acceso en varias discotecas. En la pasada Aste Nagusia de Bilbao, un compañero de Gehitu recibió varios puñetazos a la salida de un bar por significarse como gay. La Iglesia Católica se opone al preservativo como instrumento de lucha contra el sida ignorando a millones de jóvenes que viven su sexualidad de manera natural pero con un enorme déficit de información que puede costarles muy caro; expulsa a catequistas gays (hasta hace poco no éramos ni siquiera hijos de Dios). En muchos medios se habla de un poder rosa con una voluntad estigmatizadora, como si ahora que no se puede hablar de nosotros como enfermos, pederastas, pecadores, se nos quisiera imponer la imagen de mafia intrigante (¿no fomenta eso el odio?). Las mujeres lesbianas siguen invisibles.

Creo que hoy en día la homosexualidad vive una mezcla de esperanza en el futuro, de confianza, pero también de un profundo desasosiego por la injusticia, el desamparo, el desconocimiento, por los miedos atávicos y una tradición integrista que respeta los dogmas más que los derechos humanos. El trabajo de los colectivos de gays y lesbianas sigue siendo necesario, porque es útil a millares de personas que encuentran en ellos un primer espacio de libertad hasta antes impensado, pero también porque somos la voz para denunciar una de las últimas barreras. El respeto empieza por cada uno, no es algo que se deba imponer sino algo que todos debemos practicar. Una sociedad es más sana cuanto más felices son quienes la componen, individuos y grupos. No debemos permitirnos el lujo de olvidarlo.