- Homosexual y marroquí
- Abdelá Taia, escritor marroquí de 33 años residente en París, ha tenido la valentía de romper un tabú: reconocer públicamente su homosexualidad, algo penado con cárcel en su país. Aquí cuenta su experiencia, habla de sus amantes y denuncia la hipocresía
- El País Semanal, 2006-10-29 # Abdelá Taia · Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Primero fue Rachid O., el primer marroquí que se confesó homosexual en un país en el que es un delito que el código penal castiga con penas de seis meses a tres años de cárcel. Pero aquel nombre era un seudónimo y muy pocos conocen su verdadera identidad. Después surgió Abdelá Taia, de 33 años, que en sus novelas aborda la homosexualidad y que declaró públicamente su orientación sexual.
Acaso su homosexualidad declarada ha desviado la atención de sus cualidades literarias. Taia ha publicado en Francia tres novelas, Mon Maroc, Le Rouge du Tarbouche y L’Armée du Salut, que, pese al tabú que rompen, no han sido vetadas por la censura marroquí. La editorial vasca Alberdania publicará la última en España, en marzo, bajo el título El Ejército de Salvación.
Taia nació en Hay Salam, una barriada popular de Salé –ciudad pegada a Rabat– donde los críos aprenden el dariya, el árabe dialectal, y, acaso, unos rudimentos de francés. Se empeñó, sin embargo, en conocer esa lengua como los hijos de la burguesía de Casablanca, y hoy día escribe en francés y vive en París. “El francés me protege”, reconoce. Si hubiese escrito en árabe, su incipiente carrera literaria se habría topado enseguida con la intolerancia.
Ignacio Cembrero
La homosexualidad no existe en Marruecos. Ésa es la respuesta que se obtiene cuando se quiere hablar del tema con un marroquí. La negación. La negativa. La ceguera. La hipocresía. Y sin embargo, existe en el dialecto una palabra para designar al homosexual: zamel. Un nombre peyorativo de la misma familia que zamil, que significa, en árabe clásico, colega, camarada, amigo. En Marruecos, zamel es el que desempeña un papel pasivo, porque al hombre activo no se le considera como tal. He aquí que la sociedad de este país reconoce, sin decirlo abiertamente, al homosexual. Un silencio asfixiante, la vergüenza permanente y los incesantes insultos lo describen, le denigran sistemáticamente y le marginan.
En mi país, si uno es homosexual, más le vale callárselo. Pero no decirlo no significa necesariamente no vivirlo. Ahí está la paradoja. Según dicen algunos, Marruecos es un paraíso homosexual. Está en su cultura, se oye decir en Occidente, como si todos los marroquíes, todos los árabes, lo fueran. Es otro cliché del que también hay que desconfiar.
Soy homosexual, siempre he sabido que lo era. Y mi experiencia, mezclada con las de otros, es lo que me gustaría contar aquí.
Yo vivía en Salé, una ciudad lindante con la capital, Rabat, en el barrio de Hay Salam, que está dividido en dos partes: la de las villas de los ricos y la de las casas de los pobres. Mi familia era numerosa (nueve hijos) y muy modesta. Algunos días no teníamos nada que comer. Mi padre, que ganaba muy poco, siempre nos animó, a mis hermanos y hermanas y a mí, a estudiar, la única manera de poder escapar de la maldición de la pobreza. Murió hace 10 años sin que le hubiera dicho nada de mis preferencias sexuales, pero seguramente tenía sus sospechas. Cuando era niño me sorprendió en varias ocasiones en la terraza de nuestra casita con otros niños del barrio, jugando con nuestros penes. Nunca tuvo una reacción violenta. Decía, casi sin levantar la voz: “Venga, basta ya, volved a casa, vuestras madres deben de estar preocupadas. Y tú, Abdelá, ve a calentar agua para lavarte. Venga, venga, diablillo…”. Era tierno, comprensivo y… muy sexual.
Como muchos niños en Marruecos, desde muy temprano tuve acceso al cuerpo de otros chicos de mi edad. La verdad es que no nos conformábamos con jugar con nuestros penes, la cosa iba más allá. Nadie me obligó nunca a nada. Era natural estar así, participar en el sexo sin ninguna vergüenza. Darnos placer en grupo, unos a otros. Estar, a veces, con chicos mayores, más grandes, hombres de veintitantos años. Recuerdo con precisión que, a partir de los 10 años, tuve un amante habitual, el hijo de una vecina. Tenía 24 años y un nombre muy bonito, Salah. No recuerdo cómo nació nuestra relación, pero guardo en la memoria todos los detalles de cómo hacíamos el amor. No me penetraba nunca. Jugaba durante mucho tiempo con mi cuerpo, lo abrazaba, lo lamía y siempre acababa corriéndose sobre mi espalda. Después llegaba mi turno. Se me ofrecía por completo, grande, muy grande, y yo nadaba en él, feliz. La cama sobre la que hacíamos todo aquello era la de sus padres. La doble transgresión aumentaba seguramente nuestro placer y nos hacía estar más unidos. Más adelante, hacia los 12, tuve otro amante, Ismael, un militar de 26 años que vivía con su suegra. Nuestra relación no duró mucho. Se trasladó enseguida a Mequinez y no volví a verle. Pero tengo un recuerdo concreto de él: el olor a canela que emanaba de su cuerpo suave y un poco grueso.
El ‘fquih’ de mi ‘msid’, el maestro de la escuela coránica en la que había estado inscrito antes de ir a la escuela primaria, era un personaje fascinante. Correspondía punto por punto a la leyenda que le reserva la cultura marroquí: ni joven ni viejo, grande, inmaculado, siempre vestido con la chilaba blanca, severo, muy piadoso y soltero. Inspiraba a la vez miedo y admiración. Y además era bastante perverso. Cuando un padre lleva a su hijo al fquih, siempre le dice: “Tú le matas y yo le entierro”. Hasta ese punto deposita en él su confianza. Una confianza claramente traicionada en numerosas ocasiones por el fquih de mi escuela coránica, que mantenía relaciones sexuales con varios discípulos. En Marruecos todo el mundo sabe que muchos fquihs son pederastas, pero no parece que eso preocupe a nadie y siguen enviando a sus hijos a que aprendan de ellos la palabra de Dios. El fquih posee incluso el poder de curar ciertas enfermedades y deshacer los maleficios. El mío pertenecía a esa categoría. Querido por todos y constantemente cometiendo transgresiones. También estaba un poco loco, vivía fuera de la ley, sujeto a su propia libertad. Por supuesto, era un comportamiento típico de la hipocresía y el abuso de poder que se ve a diario en Marruecos.
Más tarde, en la adolescencia, cuando empecé a asumir –por lo menos en mi fuero interno– mi homosexualidad, me pregunté si el fquih lo era también, verdaderamente. Para mí, aunque no compartía sus gustos sexuales, era evidente; pero para la sociedad marroquí, no. Ahora bien, ¿acaso buscaba él que esa sociedad bendijera su sexualidad? Yo sospechaba que no. Y ésa era la auténtica diferencia entre él y yo. Desde muy pronto supe que la homosexualidad no iba a ser fácil de vivir ni de expresar. Todo homosexual marroquí que no sabe vivir más que con la verdad es consciente de que llega un día en el que es preciso librar un combate contra la mentira y la intolerancia. Pero la batalla no está nunca ganada de antemano.
Alrededor de los 13 años vi cómo la sociedad podía empujar a un homosexual declarado a la locura. Fue lo que ocurrió con Samir, que era, por desgracia para él, muy afeminado. Le pisotearon, le llamaron de todo. Algunos llegaron incluso a apedrearlo. Otros se aprovecharon de él para satisfacer su libido. Con el tiempo se convirtió en un objeto sexual del que se servían todos los varones. Era una vergüenza. Convertido en la sombra de sí mismo, acabó completamente loco, en el hospital psiquiátrico. De manera inconsciente comprendí que, para sobrevivir, tenía que guardar el secreto de mi sexualidad. En un primer momento, no decir nada. Tenía miedo de terminar como Samir, rechazado, aniquilado, asesinado a fuego lento. Decidí consagrarme seriamente a mis estudios y al futuro, y a nada más. Cerré los ojos, pero las señales de la homosexualidad estaban muy presentes en todas partes. Incluso en el instituto. No podía ignorarlas.
Uno de los poetas más populares de Marruecos, Mohamed Ben Brahim (1900-1954), era homosexual, y los poemas en los que canta a los jóvenes de forma disfrazada se estudiaban en clase. Igual que los del gran poeta de Bagdad Abu Nuass (muerto en 810), que ensalzó toda su vida el vino y a los efebos. El inspector general y el profesor de matemáticas eran homosexuales ocultos. El pescadero de mi barrio, que se llamaba Abdelá como yo, también. En el hammam, a veces, sorprendía escenas de coqueteos asombrosas y excitantes. Con el tiempo me di cuenta de que la estación de Salé era un lugar de cita para los chicos sensibles, como se les llama. El reparador de televisores, el padre de un amigo, el bereber de la tienda de alimentación, el primo hermano de los vecinos –que trabajó durante un tiempo en Arabia Saudí–, el albañil rifeño que esnifaba pegamento…, hasta más tarde no supe que todos ellos tenían, en secreto, aficiones homosexuales.
Yo, por mi parte, me volví estudioso, aunque no dejaba de enamorarme de mis compañeros de clase. Nunca me atreví a revelarles mis sentimientos, estaba todavía en la época del miedo y la vergüenza. Me daba cuenta de que la homosexualidad era una cosa seria, una cosa para toda la vida. Ya no era cuestión de juegos sexuales entre amigos, era mi naturaleza, parte de mi identidad, sencillamente yo. Era doloroso reconocerlo así, sin reparos y de manera definitiva. Sabía que no podía hablar de ello con nadie. Sabía que era diferente a los demás y que no iba a poder cambiar para dar gusto a mi madre ni a la sociedad. De vez en cuando me encerraba en los aseos a llorar durante largo rato. La diferencia era una carga muy pesada, y el silencio que iba a acompañarla se me hacía, de antemano, imposible de soportar. A veces creía sinceramente que era el único homosexual verdadero de Marruecos. Sufría al pensar en el futuro solitario que me aguardaba. Sufría por los sentimientos obsesivos, malditos, no correspondidos, que me inspiraban Oussama, Jalid, Fauzi, Hucine, Slimane, Réda, Walid… Sufría al saber que Dios estaba en contra de mí, incluso me decía a mí mismo que no me iba a dejar triunfar en mis estudios por culpa de eso y que terminaría siendo un vagabundo inculto. En mi mente, todo aquello tenía un peso enorme, el de mis creencias religiosas. En aquella época no me planteaba la posibilidad de que el islam dejara de ser un elemento esencial de mi identidad. Por la noche rezaba a Dios y pactaba con él. Que hiciera una excepción conmigo, que no me castigara, que yo era una buena persona, amable y, aparte de la homosexualidad, no hacía nada malo. Podía perdonármelo, ¿no?
¿Me escuchaba? No lo sé. En cualquier caso, tardé mucho tiempo en empezar a definirme a mí mismo sin el elemento religioso. No sólo era un musulmán, también era muchas otras cosas. Ordenar la mente es una misión difícil que ocupa toda la vida. Ahora lo sé muy bien.
Afortunadamente, ese sufrimiento no estaba presente todos los días; no me llenaba la piel y los sentidos hasta el punto de hacerme difícil la vida, forjarme el carácter y fijar mis neurosis. Marruecos es un país sensual donde la gente sabe divertirse con nada. Ser homosexual no me impedía participar en esa alegría colectiva, no me arrebataba ese don de saber crear para uno mismo y para los demás un sentimiento feliz, un baile, un canto, un plato, una palabra amable. Es cierto que vivía retirado en mí mismo, pero siempre me interesó el complejo mundo de los demás, de mis compatriotas. Me habría gustado poder visitar entonces Marraquech, la ciudad roja en la que, según decía la leyenda, se vivía la homosexualidad abiertamente, sin problemas. Me habría encantado ir allí para comprobar si era verdad el mito y huir de la sociedad de Salé. Ir allí para conciliar, en un encuentro milagroso, el sexo y los sentimientos. Ir allí para poder volver a respirar con alivio en aquel Marruecos que algunos días me asfixiaba. Durante casi toda mi adolescencia tuve idealizada aquella ciudad en la que la gente, por naturaleza, es alegre y poco moralista. No fui a Marraquech hasta los 22 años, y entonces ya no era capaz de hacer de niño frente al mundo.
Todos los días iba a Rabat, a mis clases en la Universidad Mohamed V. Me había matriculado en literatura francesa. Tengo que reconocer que el contacto con la lengua de Molière me dio un poco más de libertad, un espacio propio, lejos del control familiar. Durante aquellos años universitarios empecé a escribir. Un diario íntimo. Al principio escribía para perfeccionar mi francés; después, poco a poco, para reencontrarme. Para expresar mi yo. Revelar absolutamente todo. Asumir cada vez más. Dejar de sentirme culpable y redescubrirme. Llegar al fondo de las cosas y hacerme esta pregunta fundamental: ¿podía ser homosexual con libertad en Marruecos? La respuesta estaba clara: no. Todavía hoy es imposible vivir francamente la homosexualidad en un país en el que la religión está regresando con fuerza.
¿Qué debía hacer entonces? ¿Mentir? ¿Mentir constantemente y acabar esquizofrénico como los demás? Era superior a mis fuerzas. No podía, por un lado, adorar En busca del tiempo perdido, de Proust; Efebos y cortesanas, de Al Jahiz (776-869); todos los libros de Jean Genet, y, por otro, cuando estaba con los míos, hacer como si esas obras literarias no existiesen, como si las verdades que me habían revelado no pertenecieran a mi mundo. No podía distinguir entre lo que contemplaba en Muerte en Venecia, de Visconti; Querelle, de Fassbinder, y La ley del deseo, de Almodóvar –que vi en los cines de Rabat–, y la realidad cotidiana. Aquellas películas, en las que, entre otras cosas, se hablaba de la homosexualidad, no eran sólo ficción. Aquellas películas eran la vida, la mía y otras, complicadas y fascinantes. No había ninguna separación. No tenía opción. No tenía nada de lo que renegar. Y para eso hacía falta cierto valor, cierta despreocupación, incluso cierta baraka. Olvidar la vergüenza que nos inoculan desde niños y arrojarse a la lucha. No decir las cosas significa, al cabo de un tiempo, enterrarlas, sacrificarlas, ceder ante la dictadura de una sociedad en la que aprendemos desde muy pronto a respetar las jerarquías, las tradiciones seculares que, en vez de mostrarnos nuestra libertad, se preocupan, por encima de todo, de su propia permanencia.
En Marruecos nos exigen que seamos verdaderos hombres. Es decir, heterosexuales, padres de familia, machos. Hombres que acepten los usos y costumbres, que los apliquen y, sobre todo, que vigilen para que los demás también lo hagan. Yo renuncié muy pronto a desempeñar ese papel. En cambio, vi cómo casi todos mis amigos, a partir de los 25 años, reaccionaban favorablemente a los dictados de la sociedad. Uno tras otro fueron convirtiéndose en otras personas a las que ya no podía reconocer. Algunos de los que sabía que eran homosexuales hicieron lo mismo, y siguieron manteniendo relaciones con hombres a escondidas.
Vivir de conformidad con la sociedad equivalía a ser como todo el mundo, hipócrita (¿loco?); incorporarse voluntariamente a lo implícito. La mayoría de los marroquíes son capaces de hacerlo. Yo, no. Sabía que un día acabaría por confesar mi secreto, mi verdad íntima a mi familia, a todo Marruecos. Y lo hice. Mejor aún: lo escribí.
Hace siete años que vivo en París. En la soledad, que es la característica de Occidente, estoy reaprendiendo a vivir completamente libre. Me construyo como ser adulto poco a poco. He tenido la suerte de poder probar fortuna en la Ciudad Luz. He seguido escribiendo. He podido publicar mis libros. A primera vista, la homosexualidad es más fácil de vivir aquí. ¿Pero me he hecho gay? No creo. La cultura gay me interesa, pero no es la mía. La homosexualidad, que me ha dado un punto de vista particular sobre el mundo, tiene todavía para mí un sabor revolucionario. No quiero estar en un gueto y padecer otras dictaduras. Me gustaría hacer de mi vergüenza en Marruecos una fuerza, una obra que pueda mostrar, dar a leer aquí y allá. No quiero trivializar la homosexualidad, convertirla en una simple moda, una cosa cool, moderna.
No he huido de mi país. Tenía que irme a otro lugar para hacer realidad parte de mis sueños y escoger de la cultura marroquí lo que me convenía. Procedo de una familia modesta. Y no me olvido de que, cuando se es pobre allí, todas las puertas están cerradas. Otra cosa que quería, al venir a París, era dejar de vivir bajo el yugo de esa maldición del licenciado en paro que se pasa los días sujetando las paredes.
Desde la muerte del rey Hassan II, dicen en la prensa, Marruecos vive una movida cultural. Puede que sea cierto, pero esa movida no debe de alcanzar más que a una minoría, la élite de Casablanca y Rabat, unos cuantos intelectuales aquí y allá. El resto de la población, es decir, la mayoría, tiene todavía una vida diaria llena de dificultades. Los islamistas aprovechan muy bien esta situación para difundir su ideología. Marruecos se mueve, es innegable, pero ¿hacia dónde? Por ahora no se sabe. Los homosexuales siguen obligados a esconderse, a vivir en el silencio, al margen; en Internet, por ejemplo, o en contacto con los turistas.
En 1997, conocí en Rabat a un madrileño de 28 años que acababa de llegar para trabajar. Me enamoré inmediatamente de aquel hombre alto y guapo que se parecía a Daniel Day-Lewis. Yo le gustaba mucho. Le gustaba mi presencia, decía. Con él volví a descubrir el sufrimiento amoroso. Quería acostarse con todos los jóvenes de Marruecos, y todos los jóvenes de Marruecos querían acostarse con él. En su apartamento había un desfile permanente: el florista, el camarero, el mecánico, el funcionario, el policía, el panadero, el padre de familia… Y no iban a verle por interés. Yo no podía rivalizar. Me fui. Así vi, horrorizado, celoso y, en cierto sentido, encantado, hasta qué punto eran cada vez más visibles, más claras, más libres, las muestras de homosexualidad en los marroquíes. Y sobre todo vi que no era, como tenía aún la ingenuidad de pensar algunas veces, el único homosexual del reino jerifiano.
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