2003/10/01

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  • Lo que enseña el 'caso Wanninkhof'
  • El País, 2003-10-01 # Perfecto Andrés Ibáñez · Magistrado
Las vicisitudes del caso Wanninkhof, después de concentrar buena parte de la atención pública durante los últimos años y de rendir una alta tasa de rentabilidad a comunicadores que, sin miserias y carnaza, tendrían poco o nada que comunicar, reanima la polémica del jurado -con toda razón, nunca cerrada- y aviva también el conflicto latente en materia de justicia entre las dos principales fuerzas políticas.

Para los que se oponen, sólo políticamente, al jurado, el asunto parece "llovido del cielo": es una muestra más del fracaso de todo un mal diseño de justicia por el que debe pagarse un precio. Y en este terreno, tan abonado, una perla impagable: ¡por algo será andaluz el escenario!, a cargo del ministro de Justicia. (Habrá necesitado unos días de descanso para reponerse del esfuerzo de imaginación). Para la oposición y, en general, para los defensores del jurado, actuando en la misma clave política, el caso depara responsabilidades para todos, porque lo que ha tenido lugar es "un fallo generalizado" y se estaría utilizando a la polémica institución como chivo expiatorio. Y a todo esto, como telón de fondo y para que no falte de nada, el naufragio de un tan rimbombante como fantasmagórico pacto de Estado que se hunde sin haberse enterado siquiera de que la del Código Penal es una reforma con ruptura.

Lo primero que enseña el caso Wanninkhof es que la presunción de inocencia es una lección constitucional socialmente nunca aprendida. Con toda probabilidad, porque en la difícil pedagogía necesaria no se ha invertido el más mínimo esfuerzo. O peor aún, porque en medios públicos, si alguno se ha hecho, ha sido, invariablemente, en sospechosa defensa propia y de los propios. Y, además, tratando de extender abusivamente la garantía al plano político, para arrojar sobre ella una carga de desgaste y de descrédito que en modo alguno merece.

Esto, cuando resulta que la presunción de inocencia, si ocupa el centro ideal del sistema penal es por razones que desbordan el marco del proceso y la acreditan como un valor cultural de primer orden, al margen del cual resulta impensable una convivencia de calidad. Y, en contra de lo sugerido por algún ministro de Interior de infausta memoria, no es un invento de jueces iluminados, sino un logro civilizador que lleva siglos de historia acudiendo puntualmente a la cita de las mayorías progresistas, en momentos de crecimiento democrático. El problema es que ese benéfico impulso suele agotarse pronto, y -gobierne quien gobierne- se convierte justo en el contrario, invariablemente, por razones de mal entendida seguridad. A lo que contribuye, también por sistema, una visceral supuesta demanda de justicia, tan insaciable como fácilmente manipulable y regularmente manipulada, con intensa proyección sobre el palacio de justicia.

El caso que motiva estas líneas es todo un test al respecto. En él emergieron indicios de delito que no podían ser desatendidos y que hacían difícil evitar a la inculpada la experiencia del banquillo. Pero su odiosa utilización instrumental en el tribunal de la opinión pesó sobre la causa de forma muy negativa, agravando la posición de aquélla. Ya condenada de forma inapelable por esa voraz instancia informal; hoy escenario habitual de procesos paralelos, que fácilmente se convierten en proceso para lelos por su carácter subcultural y por la clase de actitudes que propician.

Como siempre que la sensibilidad ciudadana es golpeada por hechos de violencia tan odiosos, también aquí era de esperar una reacción masiva como la que se produjo. El problema, sobreañadido, es que, según suele ocurrir, estuvo ausente el contrapunto de intervenciones públicas comprometidas y capaces de aportar algún elemento de reflexión en medio de tanta víscera; de manera que el campo quedó todo entero abandonado al amarillismo informativo y formativo.

Pero el caso Wanninkhof obliga sobre todo a reflexionar acerca de las dificultades del enjuiciamiento por jurado, en general y en supuestos de semejante naturaleza.

Investigar delitos y juzgarlos es siempre algo delicado y, desde luego, en ocasiones así, nada fácil. Más hoy cuando ir en contra de la opinión resulta arriesgado por la difusa propensión al linchamiento del juez incómodo. Después de que, entre nosotros, esa lamentable dedicación se haya difundido como deporte propio de sujetos públicos en todos estos años. De manera que la pedagogía oficial en tema de independencia judicial no le va a la zaga en cuestión de calidad a la de la misma fuente en materia de presunción de inocencia.

Creo que puede muy bien afirmarse que el tribunal no profesional carece de capacidad para interponer una mediación técnica y de experiencia entre las sugestiones de ambientes tan cargados y tan constrictivos como el descrito y la propia conciencia moral y jurídica. Que es por lo que, en él, el riesgo de desviación objetiva del juicio sube sensiblemente de nivel. En esta objeción, si correctamente planteada, no hay nada de corporativo, en contra de lo que demagógica y tediosamente suele sugerirse. Porque el juicio judicial tiene un marco normativo y, en éste, lo que importa es por ser jurídicamente relevante. Pero en el asunto hay también otra dimensión, con mucha frecuencia desatendida, que concurre siempre y que encuentra su ápice en supuestos como el que se examina. Me refiero a la relativa a la prueba y su valoración, y a la justificación de ésta.

La preocupación por el tema es antigua y recorre la historia de la jurisdicción, en tanto que actividad institucional de saber/poder (Ferrajoli); en la que idealmente el ejercicio del segundo debe legitimarse por la calidad del primero. Porque, en efecto, una sentencia sólo puede ser justa si se funda en una reconstrucción veraz de los hechos. Pues bien, fruto de esa preocupación es un afán por trasladar al ámbito de la jurisdicción el caudal de cultura que en materia de obtención de conocimiento empírico ha dado tan buenos resultados en otros campos de la experiencia y en el de la ciencia. Esto como único modo de erradicar con eficacia juicios judiciales emotivos, intuitivos u oraculares; y de oponer un muro de racionalidad a los pronunciamientos mediáticos y a las demandas justicialistas.

Se trata de una exigencia de método impuesta por la presunción de inocencia como regla dejuicio -con serias implicaciones deontológicas- que reclama del juzgador un esfuerzo crítico activo para erradicar las propias impresiones adquiridas al margen del análisis del cuadro probatorio, y otro equivalente para evaluar los elementos de éste con rigor inductivo. Un esfuerzo que se sabe imprescindible y que hoy requiere de los jueces de profesión -hasta hace poco cómodamente instalados en una concepción de la libre convicción propia del jurado- un riguroso reciclaje en la epistemología del juicio. Porque éste tiene reglas de derecho, pero, antes aún, otras por las que debe regirse la adquisición de conocimiento empírico, que aquí han sido muy desatendidas.

Son reglas que deben imperar en la valoración de la prueba y en la justificación de la decisión en materia de hechos; y cuyo uso permite dar razón del porqué del sentido de ésta. Y puede decirse ya que, en los países de nuestro ámbito y no sin trabajo, se han abierto un camino en curso en la experiencia judicial bajo la forma de una nueva cultura de la motivación. Ahora bien, se trata de una cultura que, sin ser propiamente jurídica, es realmente incompatible con la institución del jurado, en la medida que reclama un aprendizaje hecho de conocimiento específico y de experiencia.

El caso Wanninkhof lo ha puesto de manifiesto a gran formato: las posibilidades de error en el juicio son tanto mayores cuanto menor es la capacidad de operar racionalmente con los resultados de la prueba, y de justificar discursivamente la resolución que se adopte.

Podrá decirse que se trata de un caso excepcional, y ciertamente lo es. Pero, en cambio, el veredicto no razonado, la justificación de la convicción apenas sugerida o expresada en términos balbucientes, de forma que hace dudar con fundamento de la calidad de la misma, es algo de todos los días. Con la consecuencia de que, desde la perspectiva de la presunción de inocencia como regla de juicio y del deber de motivación, el estándar que impone el juicio con jurado sea, inevitablemente, de una constitucionalidad débil.