- Lo inconfesable
- El País, 1983-03-03 # Fernando Savater
El prestigio perverso de la homosexualidad aún sigue siendo un instrumento eficaz para descalificar públicamente al oponente político o al rival, por muchos aires de hombre de mundo que se dé el censor. Hace poco me contaba una señora que había oído en la peluquería que la esposa de un alto cargo gubernamental "tiene una amiga". Me apresuré a condolerme de la escasa sociabilidad de esa dama, que sólo cuenta con una persona de su cariñosa confianza, pero la señora informante aclaró: "No, no, es una amiga de ésas". ¿Se pretende con tales rumores liberalizar las costumbres o cargarse al marido de la calumniada, contaminado por la supuesta abominación de su esposa? La respuesta no parece ofrecer dudas. De ahí que casi agradezcamos la sinceridad escandalizada y pacata con que la portada del crecientemente derechista Abc acogió la visita a una instancia gubernametal de representantes de movimientos homosexuales, o las acusaciones del portavoz de Alianza Popular al señor Calviño, a quien, entre otros; males reales o imaginarios, se le acusaba de haber puesto TVE al servicio de la homosexualidad militante por cierta entrevista de Buenas noches. En estos casos ya sabemos sin rebozo a qué atenernos y por qué frente a la amenaza de tales liberales, cualquier izquierda presente es mejor.
Recientemente, una editorial donostiarra decidió sacar un libro sobre grandes maestros de la cocina vasca, que debería ir ilustrado con fotografías de las más suculentas especialidades de cada artista. Pues bien, cuando se envió el fotógrafo -un excelente profesional- a retratar los platos, el editor recibió la queja de varios de los ilustres cocineros, que pretendían ponerle su veto porque "habían oído decir" que era marica. Si un rumor así puede poner en peligro el trabajo de un fotógrafo, cuenten qué no pasará con un gobernador o un director general. Y no digamos con un maestro o con un teniente coronel. Lo grave es que todavía haya costumbres inconfesables y amores que no se atreven a decir su nombre. La homosexualidad en este país aún se debate en la fase de la militancia aguerrida y no se la acepta con naturalidad más que en los ámbitos artísticos.
El auténtico cambio -en el sentido más importante de la palabra, que por supuesto no es político, sino social- no llegará hasta que ya nadie pueda ser descalificado por homosexual, lo mismo que nadie es descalificado por bibliófilo o por panteísta. ¿Cuándo sonará el día en que la biografía televisada de los nuevos ministros, junto a sus más o menos estereotipadas aficiones a Mozart o a Antonio Machado, incluya desenfadadas referencias al gusto por algún joven etíope o por cierto deslumbrante actor de moda? Entre tanto, será crítica legítima la que se ocupe de malversaciones o abusos de poder en un cargo público, y cochina reacción la que se entretenga en las preferencias sexuales de quien lo ocupa.
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