2004/09/22

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  • Los armarios de Franco
  • Imaginariums, 2004-09-22 # Alvaro Colomer · Periodista y escritor
Alguien ha abierto los armarios del franquismo, y sobre la moqueta se han desparramado cientos de historias protagonizadas por homosexuales, por homófobos y por una sociedad tan ciega como silenciosa. Y es que acaban de publicarse cuatro libros que tratan de poner en su sitio la memoria histórica del colectivo gay durante la dictadura: El látigo y la pluma, del periodista y presentador de los Informativos Telecinco Fernando Olmeda; Redada de violetas, del historiador y periodista Arturo Arnalte; De Sodoma a Chueca, del profesor universitario y escritor Alberto Mira; y Vidas del Arco Iris, del militante y ensayista Jordi Petit. Estos trabajos abordan la cuestión de la homosexualidad durante el franquismo desde muy diversas perspectivas, pero lo que realmente interesa es que se complementan unos con otros casi a la perfección, ya que, si unos relatan los avatares de los gays durante la dictadura (Redada de violetas se centra especialmente en su presencia en las cárceles, mientras que El látigo y la pluma despliega una visión mucho más amplia y periodística sobre dicho período), los otros se ocupan del antes, del durante y del después de dicho período (De Sodoma a Chueca es un intenso ensayo que repasa todo el siglo XX, mientras que Vidas del Arco Iris traza una suerte de geografía homosexual durante la transición).

El motivo de la aparición en el mercado de estos libros temáticamente parecidos responde a la necesidad de definir la realidad gay de nuestro país sin echar mano a los manidos discursos foráneos, sobre todo anglosajones, que habitualmente se empleaban para explicar la evolución del fenómeno homosexual en occidente. No hay duda de que las circunstancias españolas, donde el movimiento sufrió un frenazo de cuarenta años, requieren de una explicación distinta a la del resto de países, y prueba de ello son algunos de los hechos narrados, por ejemplo, en Redada de Violetas, donde encontramos la historia de un chaval de 17 años que, ¡en 1976!, decidió confesar a su madre que era homosexual y, veinticuatro horas después, sufría en sus carnes las consecuencias de la ley de Peligrosidad Social, siendo interrogado en los calabozos de una comisaría ruinosa, sometido a un proceso judicial kafkianamente franquista y encarcelado en una de esas prisiones españolas donde, además de programas de rehabilitación de lo más delirantes, se crearon pabellones especiales para homosexuales. Tal era la realidad española hace treinta años, y tales las circunstancias que hacen que Jordi Petit describa nuestra historia gay como un enorme proceso encaminado a recuperar algo tan esencial como la autoestima: “el valor fundamental que hemos ganado (en estos últimos años) es la propia autoestima. Venimos del discurso del pecado, del delito o de la enfermedad, ideas todavía vigentes en sectores e instituciones notables. Sin esa autoestima no se habrían terminado los suicidios hasta los setenta, ni ganado las batallas por la legalización, el preservativo y las actuales leyes de parejas de hecho. La autoestima, tanto tiempo negada, es el motivo por el que hoy muchos se lo dicen a sus padres y no se esconden en el trabajo; pero, sobre todo, es la condición para respetar al resto de los gays y las lesbianas, y superar los profundos sentimientos de culpa que se nos ha querido inculcar”.

Lógicamente, uno de los requisitos para recuperar dicha autoestima es la revisión de todos y cada uno de los pasos dados por los homosexuales, ya fueran hacia delante o hacia atrás, en una España primero permisiva, luego coercitiva y más tarde normalizadora. Y otro de los requisitos es la documentación de todos y cada uno de los dolores padecidos por las personas que vivieron dichos procesos. Por eso mismo, los cuatro autores no se muerden la lengua a la hora de narrar las barbaridades de aquel entonces. Y a este respecto Redada de violetas es el ensayo más estremecedor de los cuatro. El libro recoge experiencias vividas en las cárceles de aquel entonces, y entre sus muchos testimonios encontramos, por ejemplo, el de Jordi Griset, un homosexual cuyo complejo de culpabilidad le llevó a someterse voluntariamente a un tratamiento de electrodos tremendamente parecido al que se imponía al protagonista de La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971): sesiones de media hora consistentes en recibir descargas eléctricas cada vez que una pantalla mostraba a un hombre semidesnudo, y en no recibir nada cuando asomaba una mujer ligera de ropas: “Lo más grave es que yo mismo llegué a creer en la lógica de esta terapia”. Otro ejemplo: algunos médicos aplicaron a sus pacientes gays las técnicas del doctor Schrenk-Notzing, “que consistía en hipnotizar al homosexual, hacerle ingerir grandes cantidades de alcohol y llevarlo a visitar lupanares, encomendando a la mujer que provocase la erección mediante prolongadas manipulaciones, con un total de hasta 150 sesiones.”

Pero el franquismo no sólo consiguió convencer a la sociedad de que los homosexuales eran unos invertidos, sino que dotó a algunas de sus prisiones de departamentos encargados de clasificarlos morfológica y psicológicamente, en un claro intento de encontrar un método para detectarlos y, por así decirlo, enderezarlos con mayor facilidad. Al mismo tiempo, los escritores afines al régimen difundieron el mensaje de que los violetas, además de actuar contranatura, eran socialmente peligrosos. Los fontaneros del régimen quisieron implantar una moral basada en un concepto de virilidad más que cuestionable, pero tres décadas después la historia se ha encargado de poner los conceptos su sitio, sacando del armario un puñado de anécdotas también protagonizadas por gentes del bando franquista y que, según Fernando Olmedo, se enmarcan dentro del término de homosexualidad situacional, el cual hace referencia a los tocamientos, amoríos y despistes acaecidos en los cuarteles militares, los colegios de curas y demás lugares donde las mujeres no tenían cabida y donde, por tanto, el afecto entre hombres se materializaba con cierta asiduidad. Los cuatro libros abundan en ejemplos de militares magreando a otros militares, y para evitar que puedan tacharlo de exagerado, el mismo Olmedo recuerda que Franco, en 1942, “durante una visita en la Academia Militar de Zaragoza, pidió a los mandos que colocasen una cama adicional en las habitaciones dobles, para evitar tentaciones”. Por algo sería... Según se lee en El látigo y la pluma: “Durante la guerra, buena parte de la tropa, de extracción social media o baja, seguía percibiendo como normal el acceso carnal de un varón a otro. (...) La amistad entre soldados solía encubrir deseos a flor de piel y, muchas veces, amor apasionado, pero esas vivencias íntimas derivadas de la convivencia en un destacamento militar se consideraban naturales y se calificaban, sencillamente, de camaradería”.

Tampoco olvida ninguno de los autores la necesidad de agradecer a los turistas, y también a la presión internacional, el papel que jugaron durante el proceso de normalización del fenómeno gay. El franquismo percibió la influencia de lo extranjero como algo pernicioso, así que algunos escritores trataron de distorsionar las noticias que de afuera se recibían. Eso ocurrió con el Informe Kinsey (elaborado durante las décadas de los 30 y 40), que demostraba que el 37% de los varones norteamericanos había tenido al menos una experiencia homosexual en la adolescencia. Cuando esta información llegó a España, cierto escritor franquista decidió adaptarla a los intereses del régimen argumentando que aquel trabajo “nos hace pensar si tal homosexualidad no será la causa primera y esencial de tanta criminalidad juvenil.” Curiosamente, aunque resulta innegable que el turismo consiguió filtrar su idea de la libertad sexual en la conciencia de los españoles cuando el franquismo lanzaba sus últimos estertores, Alberto Mira defiende que los extranjeros tampoco influyeron tanto en la liberación de los gays españoles, pues, aunque “el franquismo hizo lo que pudo por borrar la experiencia homosexual (...), este odio no era tan diferente al que a menudo encontramos en otras culturas hasta finales de los sesenta. En los EE.UU. y otros países occidentales también había represión, que en algunos casos llegaba a ser tan brutal como en nuestro país”.

Como era de esperar, los cuatro autores también coinciden en las conclusiones de sus trabajos, abundando en la idea de que aún queda mucho camino por recorrer. Todos apuntan que la lista de temas pendientes empieza con la recuperación de la memoria de las lesbianas –obviadas por la sociedad de la época simplemente porque nadie veía extraño que dos mujeres compartieran la intimidad–, continúa con la necesidad de vindicar la presunta bisexualidad de muchos de nuestros coetáneos y se extiende con temas tan importantes como el imperativo de ayudar a salir del armario a los inmigrantes que, procedentes de culturas intolerantes, hoy viven entre nosotros. Y Jordi Petit no sólo incide en estos temas pendientes, sino que señala la aparición de nuevos prejuicios entre la ciudadanía actual. Según el autor, desde hace pocos años se detectan voces que acusan al colectivo gay de estar formando una mafia rosa –los homosexuales se ayudan entre sí–, de crear lobbys –enmascarados bajo el epígrafe de colectivos–, de montar un mercado rosa –los gays tienen más dinero porque no forman familias y, por tanto, pueden gastar más–, de ser demasiado promiscuos –por lo que su moralidad estaría en entredicho– y, por último, de haberse convertido en un colectivo extremista –cuanto más me dan, más quiero–. Pero quizá uno de los grandes temas pendientes, al margen de la lucha contra estos nuevos prejuicios, sea el que señala el concejal del ayuntamiento de Madrid, Pedro Zerolo, en el epílogo de Redada de violetas, al apuntar que todavía hace falta que el “Congreso de los Diputados apruebe una declaración institucional por la persecución y la humillación sufridas por miles de homosexuales durante el régimen franquista.”

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