2006/10/15

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  • Nación Gay
  • Iñaki Soto · Licenciado en Filosofía
  • Gara, 2006-10-15
Durante la historia moderna, varias comunidades oprimidas que han luchado por ver sus derechos reconocidos se han rendido a la tentación de reivindicarse como nación. La lista va desde grupos religiosos hasta comunidades culturales o lingüísticas: la nación afro-americana, la nación del Islam, la nación gay... En mi opinión, desde un punto de vista teórico, denominar a esas comunidades como naciones es un error conceptual. Sin embargo, en términos políticos, el intento de esas comunidades por entrar en esa categoría es comprensible, puesto que la nación ha sido y es en nuestros tiempos la forma de comunidad que mayor lealtad suscita entre sus miembros.

Asimismo, a las naciones se les han reconocido históricamente derechos que no se reconocían a otras comunidades. El derecho de autodeterminación y el derecho a la estatalidad son los más importantes. Por poner un ejemplo ­necesariamente esquemático y simplificado­, en compensación por el genocidio sufrido durante la II Guerra Mundial por la comunidad étnica judía, las Naciones Unidas ­otro ejemplo de confusión conceptual­ legitimaron e impulsaron la creación del Estado de Israel. Por el contra- rio, si bien la comunidad homosexual de los territorios ocupados por los nazis o las personas impedidas físicamente fueron también víctimas del exterminio sistemático, no se planteó la necesidad de crear en la región de Atenas un Estado Gay o robar a Francia parte de sus territorio para establecer un Estado de Impedidos. La justificación elemental era que no se trataba de comunidades nacionales.

La persistencia de un problema político de primer orden en el Estado español tiene mucho que ver con la utilización equívoca de los términos y los conceptos. En ese sentido, la invención de neologismos es parte intrínseca de la cultura política española posterior a Franco. Por poner algunos ejemplos, mientras a lo largo de todo el planeta la neutralidad del estado ante las religiones se llama laicismo, en España se llama estado aconfesional. A lo largo de todo el planeta, al sistema político-administrativo descentraliza- do se le llama federalismo; en España lo llaman estado de las autonomías. A lo largo de todo el planeta a los países donde la monarquía no cumple un papel legislativo se les llama república; en España vivimos en una monarquía parlamentaria...

Todos esos neologismos políticos tenían como objetivo, en teoría, la aceptación progresiva de esas realidades por parte de la sociedad española. Una sociedad que seguía siendo en gran medida franquista en espíritu, mentalidad e ideología. Los «progres» reivindicaban el poder pedagógico de esos conceptos como parte del programa liberalizador de la España cañí. Como tantas veces en la historia, decían querer cambiar el mundo y el mundo los cambió a ellos. Lo instrumental se convirtió en esencial y esos conceptos no aportaron nuevo sentido a las viejas referencias: unidad, constitución, monarquía, nacional-catolicismo, ejercito, tradición... siguen siendo los pilares de la intrahistoria española.

La separación conceptual entre nación y nacionalidades es otra expresión del caos conceptual español y otro de los orígenes de su crisis política estructural. El debate sobre el Estatuto de Catalunya nos ha dejado buen ejemplo de ello. El primer artículo del nuevo Estatuto catalán dice así: «El Parlamento de Cataluña, recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía de Cataluña, ha definido de forma ampliamente mayoritaria a Cataluña como nación. La Constitución Española, en su artículo segundo, reconoce la realidad nacional de Cataluña como nacionalidad». Traducido al español verdadero este artículo se resume de la siguiente manera: para la mayoría de los catalanes Catalunya es una nación, con todas sus consecuencias, mientras que para la mayoría de los españoles Catalunya no es una nación, con todas sus consecuencias. Aparte de otro tipo de consideraciones, son evidentes los problemas políticos y jurídicos derivados de identificar a una misma entidad con términos distintos que no son sinónimos.

Casi paralelamente al debate sobre el Estatuto, el Gobierno español impulsaba la ley del matrimonio entre personas del mismo género. Sorprendentemente, en una sociedad tradicionalmente homófoba donde los gays siguen estando socialmente discriminados, el debate no tuvo apenas eco. En este caso, la ley era clara, concisa y coherente. Si la comparamos con el Estatuto catalán, la ley no traía manual de instrucciones para su traducción al español verdadero. El caso es que, a falta de cambios estructurales en la realidad social española, la traducción existe y es, más o menos la siguiente: «El nuevo Código Civil, recogiendo el sentimiento y la voluntad de la comunidad homosexual de España y basándose en los principios del liberalismo, ha definido de forma ampliamente mayoritaria a la unión entre personas del mismo sexo como matrimonio. Diga lo que diga la ley, la mayoría de los españoles considera que los maricas y las bolleras andan sueltos».

El verdadero problema es que lo realmente «invertido» en este Estado es la cultura política española, que sigue siendo incapaz de regenerarse en términos políticos y sociales. Modifican las leyes, inventan nuevos términos, pero éstos no generan un verdadero cambio social. Esto vale por igual para la comunidad homosexual española y para las «nacionalidades». Para la mayoría de los españoles los independentistas vascos y, más en general, los vascos somos unos invertidos, algo antinatural, unos depravados o algo peor. Creo que, en este sentido, Euskal Herria es una nación gay por antonomasia.

No quiero frivolizar. Tampoco quiero herir los sentimientos de la gente que ha sido miembro del movimiento gay en Euskal Herria durante las últimas décadas. Siendo sincero, los sentimientos de las personas cuyo objetivo en la vida es que los case un concejal del PP o el Obispo de Pamplona y Tudela me son totalmente ajenos. La lucha por los derechos sociales y nacionales de la comunidad gay han aportado, ante todo, un cambio positivo en nuestra cultura política. Ese cambio no es, sin duda, ni lo suficientemente sincero ni lo suficientemente profundo. Pero es parte de la diferencia entre nuestra cultura política y la del resto del Estado (no sólo la española, también, por ejemplo, la catalana).

Sean naciones o no lo sean, todas las comunidades tienen el derecho a ser tratadas con respeto, en pie de igualdad, a no ser discriminadas, a defenderse y a reivindicarse. En definitiva, a desarrollarse como comunidad. No todas las comunidades tienen por qué aspirar a los mismos objetivos políticos, ni por qué luchar por los mismos derechos. No pienso que esa perspectiva sirva por igual para todo tipo de comunidad.

En el caso del conflicto vasco, el proceso se desbloqueará definitivamente cuando el Estado español reconozca a la otra parte como tal. También ayudaría que algunos de nuestros compatriotas salgan del «armario competencial» y luchen por los derechos de todos, en vez de priorizar siempre sus intereses privados. Al fin y al cabo, los vascos sólo pedimos lo que Zapatero considera «de ley» para los homosexuales. Su defensa en el Congreso de la reforma del Código Civil resume esa idea: «Hoy la sociedad española da una respuesta a un grupo de personas que durante años han sido humilladas, cuyos derechos han sido ignorados, cuya dignidad ha sido ofendida, su identidad negada y su libertad reprimida. Hoy la sociedad española les devuelve el respeto que merecen, reconoce sus derechos, restaura su dignidad, afirma su identidad y restituye su libertad».

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