- Crónica: Carta desde Jerusalén
- El tercer muro no se ve, se siente
- El País, 2006-08-10 # Juan Miguel Muñoz
Jerusalén es manejable por su tamaño y población, 700.000 habitantes. Pero la amabilidad no es su fuerte. Un abismo respecto a la marchosa y mediterránea Tel Aviv, a sólo 60 kilómetros, o al carácter acogedor de los lugareños de los kibutzim del norte. Es una ciudad plagada de muros. Los hay que se ven: el de las Lamentaciones y el de hormigón que Israel construye al este, norte o sur de la ciudad santa, para apropiarse del territorio palestino que le viene en gana, se alzan imponentes.
Hay, sin embargo, otra barrera invisible que se siente cada minuto vivido en la "capital eterna e indivisible de Israel", según reza la tesis oficial desde que el Estado judío anexionó en 1981 las tierras conquistadas en 1967. Y corre precisamente esa barrera de odio y resentimiento a lo largo de la que fue frontera antes de la llamada Guerra de los Seis Días. El desconocimiento del otro es apabullante en amplias capas de la población israelí. Una ignorancia muchas veces elegida. Elinor, de 25 años, vive en las cercanías de la ciudad. "Nunca he pisado Jerusalén Oriental. Sólo voy una vez al año al Muro de las Lamentaciones", dice. No es Elinor ni mucho menos una excepción. De capital unida, nada de nada. Basta comprobar el nivel de los servicios que el Ayuntamiento -dirigido por Uri Lupoliansky, un ultraortodoxo que rechaza dar la mano a las mujeres- presta en uno y otro lado. O tratar de desplazarse de la parte judía a la árabe.
"Voy al hotel Meridien, en Jerusalén Este", se pide al taxista israelí. "Allí no voy", responde sin más explicaciones. Tampoco son necesarias. No se desplazan la gran mayoría de ellos -salvo si son árabes- al Monte de los Olivos, a ningún lugar poblado por palestinos. Ni siquiera hasta el control del Ejército hebreo en Kalandia, a 10 kilómetros de Jerusalén. Otro taxista observa el muro de cemento y las casas palestinas detrás y se arrepiente de haber aceptado la carrera hasta Kalandia. "No me paguen, pero yo no sigo, no sigo. Palestinos, pum, pum". Toca caminar el último kilómetro. Tampoco intente moverse de una mitad a la otra en autobús. La compañía municipal no tiene paradas en la Jerusalén árabe. Ni siquiera pida la misma cerveza. Le costará encontrar Maccabi en los locales palestinos, y lo mismo le sucederá si desea una Taibeh fría en un bar de los barrios judíos. No se puede entrar a un local comercial, a un banco, a un restaurante en la parte judía, sin ser registrado y sin someterse al artilugio detector de metales. "¿Lleva usted un arma?", cuestiona sistemáticamente el vigilante.
Hasta cuando menos se lo espera uno, salta la sorpresa. Una familia judía en un barrio ultraortodoxo le pide al extranjero un favor: "¿Pueden llevarnos al centro de la ciudad?". Ante la respuesta positiva, el religioso jerosolimitano plantea un segundo interrogante: "¿Es usted judío?". Ante la contestación negativa, el creyente declina el ofrecimiento y se busca un correligionario. Es la pregunta eterna al foráneo en el ascensor o en cualquier lugar público. Se formula a veces sin tapujos, como lo hizo el fiel a la Torah. En ocasiones, con rodeos: "¿Ha hecho la Aliya (emigración de los judíos a Israel para quedarse a vivir) o es usted turista?".
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