2006/08/21

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  • Europa frente a la extrema derecha
  • Estrella Digital, 2006-08-21 # Josep Borrell
Después de un verano dominado por la tragedia del Líbano, pronto empezará el curso político en Europa. Y nos encontraremos con representantes de la extrema derecha en 2 de los 25 gobiernos de los Estados miembros de la UE.

En Polonia, el gobierno de Jaroslaw Kaczynski, hermano gemelo del Presidente de la República Lech Kaczynski, cuenta con dos ministros de la Liga de las familias, entre ellos su presidente R. Giertych, ministro de educación, ultra católico, homófono y tan admirador del general Franco como su padre, eurodiputado, que se deshizo en elogios del franquismo en un reciente Pleno en Estrasburgo.

En Eslovaquia, el partido socialdemócrata ha pactado con los ultranacionalistas, conocidos por su actitud racista contra las minorías húngaras y gitanas y sus elogios al dictador pronazi J. Tiso (1939-1945), para completar su mayoría y acceder al gobierno.

Ya lo sabíamos al irnos de vacaciones, pero la noticia paso desapercibida, sin protestas ni emociones, como si no pasara nada.

Desde luego no pasa nada parecido a lo que ocurrió en el año 2000, cuando la extrema derecha austriaca de Heider entró en el gobierno del canciller Schussel. Entonces los gobiernos europeos aplicaron un boicot diplomático a Austria. Y todavía se recuerdan en el PE los duros ataques de la Presidenta de entonces, la señora N. Fontaine, que le acabaron creando problemas con el PP Europeo, su propio partido.

Esa actitud tuvo que ser abandonada pocos meses después por ineficaz y contraproducente. Hoy, ningún miembro del Consejo se plantea siquiera repetir un remedio que agrava una enfermedad considerada pasajera. Y a la que no conviene dar mayor trascendencia puesto que, como el propio ejemplo austriaco enseña, la fortaleza de la extrema derecha en la Europa democrática solo puede ser transitoria.

Pero, frente a esta optimista opinión que incita a mirar hacia otro lado, lo ocurrido en Polonia y Eslovaquia, y en menor medida en Chequia, merece una especial atención.

Así se lo parece al Parlamento Europeo, que ha votado una resolución condenando la intolerancia racista, xenófoba, antisemita y homofoba, que me valió un extenso cruce de cartas con el Presidente de la Dieta polaca. Y también se lo parece a sus grupos políticos, entre ellos al Partido socialista que ha excluido de su seno a los socialdemócratas eslovacos por su inaceptable alianza con la extrema derecha racista.

Esa alianza roja-marrón consiguió una amplia mayoría en su investidura el 4 de agosto pasado. Y aunque haya que juzgarla por sus actos, como pidió el primer ministro M. Fico a su paso por Bruselas, la comunidad húngara de Eslovaquia (el 11 % del país) manifiesta temores que creíamos ya enterrados por la Historia y que recuerdan los conflictos étnicos previos al estallido de las guerras mundiales.

Así, en Eslovaquia la izquierda victoriosa en las elecciones se alía con la extrema derecha y los populistas, en Chequia gana la derecha euroescéptica mientras que en Hungría la oposición de derechas se opone frontalmente al proceso de privatización y liberalización económica. Una cierta ola con componentes nacionalistas, antiliberales y de alguna manera antieuropeos, parece emerger en centroeuropa.

La importancia de este fenómeno dependerá de su persistencia y de la influencia que sea capaz de jugar en las decisiones políticas de la UE y en las relaciones entre sus Estados miembros. En este sentido es significativa la anulación por Polonia de la reunión del Triángulo de Weimar (Francia, Polonia y Alemania) poniendo en duda su utilidad y respondiendo también a las críticas de la prensa alemana.

Esta actitud, y el silencio franco-alemán, puede considerarse como una muestra más del debilitamiento de la interdependencia entre los Estados miembros y de una mayor tolerancia hacia la diversidad de las experiencias nacionales. Quizá porque, a fin de cuentas, en todas partes cuecen habas y nadie se siente autorizado a cuestionar las actitudes políticas de sus vecinos.

Así puede ser siempre que se respeten las reglas democráticas y los valores en los que se basa la Unión Europea. Por eso es bueno que la Comisión haya señalado claramente que la pena de muerte es incompatible con esos valores y considerado inapropiada, peligrosa e inconveniente la iniciativa del gobierno de Varsovia para restablecerla.

Tanto el Comisario L. Michel como la Presidencia finlandesa y el Consejo de Europa han condenado cualquier intento de restablecer la pena de muerte en un Estado miembro y recordado que la abolición de la pena de muerte es un requisito esencial para todos los que deseen adherir a la UE. Por ello Turquía la ha abolido recientemente.

El gobierno polaco ha disipado el “malentendido” asegurando que es perfectamente consciente de los compromisos que se derivan de su pertenencia a la UE y que no se propone restablecer la pena de muerte. Pero reconoce que su Presidente es ideológicamente partidario de ella y el ministro Gosiewski, encargado de la coordinación del gobierno, considera que esta es una cuestión que, en nombre de la subsidiaridad, debería depender de las decisiones nacionales.
Pero si los valores básicos que cimientan una unión política pudieran ser seleccionados libremente por las partes, esa unión no tendría razón de ser.


El motto de la UE propuesto por la non-nata Constitución era: “Unidos en la diversidad”. Pero, ¿cuanta diversidad es compatible con una efectiva unión política? En los valores esenciales sobre los que se basa la voluntad de estar juntos, poca o ninguna. Y, en el fondo, esta es la cuestión que subyace bajo las peripecias políticas de este verano.

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