2006/06/24

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  • Tribuna: Mis bodas gays
  • El País, 2006-06-24 # Vicente Molina Foix
En las últimas semanas me he visto involucrado en tres bodas gays, si bien debo decir que en ninguna como contrayente. Los procedimientos, la personalidad de los cónyuges y el marco de las celebraciones no pudieron ser más distintos. En un caso, la participación de boda tenía la formalidad que yo recordaba de los casamientos, digámoslo así, tradicionales, con los nombres de padres y madres a ambos lados del encabezamiento y las señas de los dos domicilios familiares en la parte inferior, si bien el tarjetón, siendo uno de los consortes pintor, estaba realzado por unos hermosos dibujos hechos adrede. Los segundos también invitaron de forma impresa, con un desplegable de seis caras en el que había fotos, el mapa del restaurante de las afueras donde se celebraba el banquete y un texto largo (tal vez del escritor de la pareja) en el que, entre otras bromas de buen gusto, se decía, en referencia al habitual regalo de bodas, que "los juegos de café, las obras de Lladró y los objetos decorativos en general serán almacenados en un trastero, por lo que suplicamos a los invitados que nos ahorren esa descortesía". (No fui el único que acabé regalándoles un objeto decorativo). En el último caso, por el contrario, no hubo ni invitación impresa o expresa, ni padres o parientes implicados, ni convite ni luna de miel al Oriente, sólo el mero acto administrativo en las dependencias municipales, de modo igualmente muy similar al de algún pasado enlace civil de amigos y hasta familiares míos heterosexuales reacios al ceremonial.

Leí hace poco en la revista Zero que el dirigente socialista Pedro Zerolo (uno de los primeros en casarse con su novio, con luz y fotógrafos) cifraba en 1.270 las bodas entre homosexuales varones y hembras desde que se promulgó la ley, mientras que, hojeando un periódico no especializado, me enteré de que en el año 2004, antes por tanto de la ampliación del campo matrimonial, se habían oficiado en España 216.000. El número de bodas gays, en contra de lo que maliciosamente insinuó la derecha, es sustancial y va en aumento (más de 1.000 parejas homosexuales están ahora en trámites), y el propio Zerolo, a quien supongo bien informado, auguraba que pronto el 10% de los matrimonios que se celebren en nuestro país serán de carácter gay. Fuera ya de cifras y estadísticas, lo cierto es que cada día que pasa parece más evidente que ni el PP ni los obispos -bajo palio o bajo gorra- van a lograr rectificar el curso de una legislación audaz en términos universales (epoch-making diríamos en inglés), y a la que tantos hombres y mujeres desean colectivamente acogerse. Aunque no todos los integrantes del colectivo están por la labor casoria.

Desde mucho antes de que las reclamaciones de paridad nupcial con los heterosexuales se formulasen por los colectivos gay y fueran después incorporadas por el PSOE a su programa electoral, se han oído las voces -tanto en privado como en público- de homosexuales no sólo reacios a pasar por la alcaldía, sino opuestos radicalmente al concepto del matrimonio gay. Algunos de mis mejores amigos son de esta opinión, y yo mismo, preguntado hace un año o dos, habría respondido con el argumento que, desde posiciones progresistas y laicas, siguen ahora algunos dando: no haynecesidad, más allá del reconocimiento legal de derechos, ya antes contemplado por leyes menores, de que los homosexuales mimeticen los matrimonios heterosexuales en sus connotaciones de casa, prole, roles activos y pasivos, etcétera. Frente a ese pensamiento perezoso "hay que inventar formas nuevas", añadía uno de los más sarcásticos e inteligentes adversarios del matrimonio gay, el novelista y académico Álvaro Pombo, confrontado en las páginas de la revista Archipiélago (número 67) al también novelista Luisgé Martín.

Para Pombo, sostener que, gracias al matrimonio, los gays inician la invención de una identidad propia tomando coyunturalmente como punto de partida identidades y roles sociales prestados, sería "equivalente a animar a los jóvenes escritores a practicar el plagio mientras adquieren su identidad definitiva"; escribiendo el autor de Contra natura en otro pasaje de su diatriba que "el matrimonio homosexual, tal y como se está planteando ahora mismo en España, es una caricatura, no sólo de los matrimonios heterosexuales, sino, sobre todo, del amor gay y lésbico en toda su plenitud posible". Luisgé Martín elige como táctica de respuesta -también muy inteligente- una contención humilde en contraste a la grandiosa y trascendental tesis pombiana. "Lo que nos unía era la reclamación de unos derechos, nada más", dice Martín, y una vez conseguidos éstos -continúa- ya no es sensato reclamar la iconoclasta, convulsiva "unidad de destino del colectivo homosexual" añorada, un poco al modo whitmaniano, por Pombo. Y, concluye Luisgé Martín, parafraseando con dulce ironía ciertos argumentos de Pombo, a un joven peluquero o a un licenciado en derecho que sólo desea construir con su novio un mundo particular, buscando la felicidad allí donde los dos creen que está, no le digamos sartreanamente que su existencia precede a su esencia. "No le pidamos que sea un Hombre Nuevo".

A mí, en principio, me seduce más la mística de Pombo, con sus ribetes de heroicidad rebelde, y, puesto a elegir, siempre me inclinaría por el outsider turbulento antes que por un oficinista modoso. Pero estamos hablando de una comunidad, aunque minoritaria, formada por millones de hombres y mujeres forzados a vivir durante siglos en una oculta o disimulada pretensión, y para quienes se ha hecho evidente que sólo gracias a la normativa legal alcanzarán la normalidad social. Disguste o decepcione a los puristas de la utopía, ésa es la voz mayoritaria de los gays, y su expresión tan irrebatible como -a efectos de política general- lo es el resultado de unas elecciones democráticas.

Ahora bien, yo añadiría otros dos factores en defensa y aceptación sin burla de la gestualidad o rito de los matrimonios gays, incluidos aquellos que se desarrollan en el apogeo del aparato nupcial. Toda ceremonia solemne contiene rasgos de exhibicionismo, pompa, teatro y disfraz, y entre ellas también cuento las más eximias y ansiadas. ¿O acaso un escéptico no se morirá de risa cuando la tuna alcalaína acompañe con Clavelitos al galardonado de turno del Premio Cervantes, o se escuche Asturias, patria querida en un unísono de gaitas sobre el escenario del teatro Campoamor de Oviedo, honrando a artistas tan famosamente anticonvencionales como Woody Allen o Susan Sontag? Casarse y celebrarlo, al margen de la consecución de unos derechos y la aceptación de unas cargas, es una vanidad, no mayor ni menos estrafalaria que la de, por ejemplo, ponerse un chaqué alquilado y un collar e inclinar la cerviz ante el retrato de un monarca francés del siglo XVIII para ser recibido en la Real Academia de la Lengua. ¿A santo de qué tendrían los gays que rechazar el lado ostentoso -por no decir hortera- consustancial a la mayor parte de las ceremonias y funciones de gala de nuestra vida diaria?

Y me parece que el famoso efecto llamada sí se produce en las bodas gays, en un inesperado giro de la llamada visibilidad homosexual (tan necesaria como prerrequisito de la igualdad). Actos públicos que hace sólo diez o veinte años podrían resultar superfluos o desaforados han cobrado ahora una dimensión simbólica liberatoria, dentro del campo, perpetuamente en ebullición, de las metamorfosis de los usos de la etiqueta; Norbert Elias los estudió magníficamente en su clásico libro La civilización de las costumbres, resumiendo su inestable condición en esta frase: "Preguntar por qué el comportamiento y la sensibilidad de los hombres cambian, es preguntar por qué las formas de la vida humana se modifican".

Desde la costa de su pobreza civil, confinados en los cuchitriles de la marginación y el fingimiento, los gays llevan siglos viendo al otro lado de la calle la opulencia social y el fastuoso despliegue de sus ricos vecinos heterosexuales. Y hoy, hartos de esa extranjería en su propia tierra, escenifican una nueva oleada de inmigración pacífica para dejar de ser unos sin papeles.

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