2006/06/28

> Iritzia: Antón Corpas > POLITICA, GENERO Y TRANSGENERO EN EL PAIS DE LAS MARAVILLAS

  • Política, género y transgénero en el País de las Maravillas
  • Es cierto que, aún discretamente, la lógica cultural e ideológica que da por sentado «que lo que funda la sociedad, toda sociedad, es la heterosexualidad», ha perdido al menos en occidente, parte de su hegemonía...
  • kaosenlared.net, 2006-06-28 # Antón Corpas · Insurgente - Kaos. Libertad sexual
El término Disforia de Género como significado y como significante («Disgusto persistente por algunas, o todas, de las características físicas o papeles sociales que connotan el propio sexo biológico»), mantiene los roles y las prácticas de la heterosexualidad como la medida de lo normal.
  • Crisis, reinvención o revisión de la condición humana
La revista Archipiélago, en su número 67 del pasado 2005, afrontaba un monográfico entorno a las identidades de género con el siguiente título: «Crisis de la heterosexualidad y reinvención de la condición humana». La primera parte del título define bien un aspecto del asunto, aunque sea exagerado decir «crisis» cuando los tímidos avances de homosexuales y lesbianas se han producido bajo un estrecho control y aplacamiento institucional, y cuando el matrimonio o la paternidad homosexual —a eso dedica Archipiélago parte de su contenido— tienen fines tan subversivos como permitir a determinados sectores estructurar y estabilizar sus procesos de acumulación de propiedad y riqueza, además de homologarse en cuanto a disciplinamiento vital. Menos aún podemos hablar de crisis, cuando en el caso del transgénero, como veremos mas adelante, la nueva Ley Reguladora de la Rectificación Registral de la Mención Relativa al Sexo de las Personas, además de mantener la relación entre normalidad y anomalía es tan contradictoria y humillante que a las pocas semanas de su aprobación ya merece ser derogada.

La segunda parte del título, «reinvención de la condición humana», peca —quizás sin la intención de transmitir esa idea— de lo que hoy es un lugar común en los debates sobre la política sexual y de género. Al hablar de las identidades homosexuales, lesbianas o transgénero —transexuales, bisexuales o travestis—, se las define como «nuevas identidades», como «opciones», o de manera mas radical, para sectores de la teoría y movimiento queer (1), estaríamos ante la utopía de la «construcción libre de las identidades» o la «autodesignación de la identidad».

Es cierto que, aún discretamente, la lógica cultural e ideológica que da por sentado «que lo que funda la sociedad, toda sociedad, es la heterosexualidad» (2), ha perdido al menos en occidente, parte de su hegemonía, hasta el punto que cuestiones que hace no mucho eran indiscutibles hoy son objeto de debate. Frente a la concepción sexo-género que todo lo ventila en una relación mecánica —tan del agrado del antropólogo y del misionero— entre funciones biológicas, condiciones anatómicas, reproducción de la especie y relación hombre-mujer, la lucha política de las identidades no-heterosexuales y no-reproductivas, ha sembrado algunas dudas, aunque sus frutos están lejos de remover la tierra firme de la cultura patriarcal.

De cualquier manera y como siempre ocurre en la construcción de un paradigma hasta el día en que las cosas se ponen en su sitio, los citados avances legales o el proceso de ruptura con el antro simbólico al que se han proscrito las identidades transgénero, se han tomado como una novedad o como la revelación de nuevos sujetos y personalidades, híbridas y flexibles, a partir de prácticas e identidades que en realidad solo son nuevas y solo son híbridas para esa especie de ceguera a la que llamamos normalidad. Hay quién ha encontrado en figuras tan viejas como el travestismo o la transexualidad, los valores y las formas de la vida y el ser postmoderno, o incluso el viejo sueño —muy decimonónico por otra parte— del ser «libre» de identidades.

«Las nuevas identidades», un término-comodín utilizado con asiduidad en referencia a la población y la cultura trans —no tanto para homosexuales y lesbianas—, obliga a preguntarse porque desde sectores académicos, heterosexuales e incluso homosexuales, se considera como un nuevo potencial algo que realmente ya existía, y se convierte en casi revolucionario solo desde el momento en que nosotros lo vemos, lo consideramos digno de respeto o atractivo, o incluso lo practicamos. A esta profunda relación de poder —algo existe solo en virtud de nuestra mirada— se añade un empacho de relativismo, positivismo y subjetivismo —«cada cual es lo que se siente»— y un discurso de sublimación de lo híbrido, de la mezcla, que recuerda mucho a las apologías del mestizaje y la multiculturalidad no exentas de cierto racismo compasivo de los sectores juveniles, progres o radicales, de la clase medía blanca.

En parte, las identidades transgénero adquieren trascendencia desde el momento en que, en parte por el agotamiento de los estudios académicos y de la política de género en los movimientos feministas y de gays y lesbianas, se «descubre», como nacida de la tierra, una vida y una cultura trans, todavía hoy obviada o directamente considerada como una especie de caricatura o esperpento, no solo por el núcleo duro heterosexual sino también por estratos homosexuales que tienen su particular transfobía.

La irrupción de esta cuestión en la zona de conflicto, es consecuencia de la lucha de los colectivos trangénero para hacerse un lugar dentro de un margen de maniobra social y político estrechísimo. Pero los aires de paradigma que ha adquirido el tema, el tono cronocéntrico donde lo que importa es su papel como sujeto postmoderno y no su lapidación histórica, se deriva precisamente del papel que ha jugado el sector académico y parte de la militancia de tradición heterosexual, homosexual o lesbiana. Consignas como «mas allá del género» o planteamientos como la «autodesignación de las identidades», son un reflejo de quien tiene en sus manos el lenguaje y los términos del debate.

Así, esa supuesta libre elección de identidad, es en realidad un privilegio heterosexual o de sectores homosexuales que se han librado de la transfobia. Un privilegio que se encuentra incluso en la sofisticación del lenguaje, cuando Carmen de Mairena será siempre un vulgar travesti, mientras que una mujer que se viste de hombre, una drag king (3), o un heterosexual que hace lo propio, se «performativizan» (4). La hibridación no está al alcance de las identidades transgénero ya que de hacer el camino inverso ¿qué harían sino normalizarse?.

Por eso, algunos de los planteamientos hechos hasta ahora, tanto desde las cátedras como desde sectores militantes, quizás abran ciertas posibilidades a una parte de la mayoría heterosexual y de homosexuales y lesbianas más o menos integrados, para abrir algunas opciones vitales. Pero desde luego, no garantizan mecanismos ni estrategias de liberación y subversión, de ruptura de roles y apertura de espacios para las identidades transgénero.

En rigor, no se puede hablar de «nuevas identidades» o de una «reinvención de la condición humana». Existe una visibilización, la redefinición de un conflicto cuyo único lenguaje y debate posible hasta ahora era el silencio o el desprecio socializado. Estamos ante una revisión de la condición humana, una rehubicación social e histórica de vidas, géneros y sexualidades que, con una probada existencia y continuidad histórica, han sobrevivido a la negación, y hoy, en un espacio geográfico y en un periodo histórico todavía reducido, la normalidad heterosexual ha sido interpelada y forzada a mirar y reconocer que existen, y a admitir a regañadientes y todavía de una manera peligrosamente reversible, que las otras identidades merecen iguales derechos formales.
  • La prueba y la fuerza de la Resistencia
Sobre esto, cabe señalar que las ideas sobre lo monolítico o lo híbrido, coinciden curiosa y geométricamente con la relación entre normalidad y desviación. Lo que le da a la heterosexualidad una apariencia monolítica, es precisamente la cobertura que le ofrece el imaginario colectivo de ser la sexualidad dominante. Y a la vez, lo que le da al resto esa imagen híbrida y flexible, no es otra cosa que los atributos construidos por la lesbofobia, la homofobia o la transfobia cultural para la que no son sino deformaciones antinaturales, y por tanto desarraigadas y difusas. La heterosexualidad, que tiene su propio celuloide oculto, incluye deseos y necesidades homo o transexuales, que se manifiestan desde en los sueños hasta en actitudes cotidianas, y en este sentido no es menos híbrida que cualquier otra. A su vez el transgénero o el lesbianismo, no pueden considerarse identidades maleables o débiles sino todo lo contrarío, por lo menos leyéndolas y mirándolas a la luz de su resistencia a través de la historia y de las culturas.

No hay que poseer una especial erudición para saber que igual que la homosexualidad o el lesbianismo, la transexualidad, la bisexualidad y el travestismo, han estado presentes, en público o en secreto, en distintas épocas y contextos geográficos, sociales, económicos y culturales, y eso a pesar de la maquinaria de difamación y control social y moral desplegada contra ellas. En «Evolución histórica de la transexualidad», Andrea Planelles ofrece datos históricos, mitológicos y antropologicos, que incluyen el código de Hamurabi donde «se reconocía un tipo de mujeres denominadas Salzikrum, un término que significaría “hija masculina"» (5); algunos mitos paganos, bíblicos o hindúes; o manifestaciones transgénero en los indios Navajos, Mohave, Cocopa o Yuma: «En la cultura Yuma se creía que la Sierra Estrella tenía un travestido que vivía en su interior, y que por lo tanto esas montañas tenían el poder de transformar sexualmente a las personas. Los signos de tales transformaciones aparecían pronto, en la niñez, y los más viejos sabían por las acciones de un niño, que cambiaría su sexo. Berdache era el término para aquellos que se comportaban como mujeres» (6).

Las identidades no son inmutables y están sujetas a una evolución y una construcción permanente donde son importantes las elecciones individuales y colectivas, pero desde luego las identidades no se eligen ni libremente ni por imposición, y tampoco pueden considerarse infinitas. No hay que olvidar que en un mundo y una vida atravesados de relaciones de poder, elegir también significa ceder y que a veces la resistencia se encuentra en aquello que es innegociable e incorregible, aquello que no puede cederse aunque se quisiera. La identidad es diferente a una marca, a un estilo, precisamente por su arraigo a la realidad, a la biografía y a las necesidades y las afinidades de la persona. Un o una transexual pueden tener practicas y relaciones heterosexuales, pero hay uno o varios pilares a los que no pueden renunciar sin caer en la mutilación.

Quienes arremeten contra «la tiranía de las identidades» defendiendo una sexualidad indefinida y difusa, no tienen en cuenta que es precisamente esa «tiranía», esa presencia titánica, la que no ha permitido que se erradiquen las identidades no-heterosexuales, amenazadas desde la hegemonía cristiana en el imperio romano hasta nuestros días. ¿Cuántos homosexuales hubieran escogido una vida heterosexual, y de hecho, cuantos se han sometido a verdaderos identicidios para conseguirlo?. Robert L. Spitzer, uno de los artífices de que la Asociación de Psiquiatras Americanos retirara la homosexualidad del DSM (Manual de Diagnóstico de Desórdenes Mentales) en 1973, presentaba en el 2001 una ponencia titulada «200 individuos que pidieron cambiar su orientación homosexual a heterosexual». En un artículo publicado en el Wall Street Journal Spitzer defendía esta postura: «Mi desafío es poner en cuestión que todo deseo de cambiar la orientación sexual sea siempre el resultado de la presión social y nunca una meta personal y razonable. La nueva ortodoxia establece que es imposible para un individuo que era predominantemente homosexual desde hacía bastantes años cambiar su orientación sexual y ser feliz como heterosexual» (7). Esta posición se ajusta sin fisuras al paradigma terapeutico postmoderno de que «la sexualidad no es buena ni mala sino satisfactoria o insatisfactoria», y que se acerca demasiado a algunos de los argumentos sobre la libre identidad explicados más arriba.

Difícilmente transexuales o travestis, construyen libremente una identidad entre la presión social, las relaciones de poder y un sinfín de agresiones cotidianas de todo tipo. Sobre esto y sobre las tendencias que atribuyen la sexualidad o el género no-heterosexual a «opciones», hay que indicar que es casi inconcebible que nadie decida a los siete, a los catorce o a los treinta años, que es transexual u homosexual.

Puede ser algo que en unos casos se desarrolle y se descubra con la vida y el tiempo, que en otros se oculte y estalle, o peor, implosione, y en cualquiera de los casos son identidades y trayectos vitales que se mueven entre una total hostilidad, y por tanto es difícil entender que estén en condiciones de ser una «elección libre».

Es precisamente este crecimiento en medio de una total discriminación moral y estructural, en una realidad que niega su existencia o la considera una enfermedad, es esa testaruda persistencia en el tiempo y la vida a pesar de la guerra total lo que precisamente le da rango identidades de género, de idéntidades fuertes y no híbridas, a la existencia no-heterosexual.

Frente a quienes todavía remolonean entorno a la relación entre normalidad y desviación, tratando de mantener algunos viejos diques, y en parte frente a quienes defienden la «desgeneración» como estrategia de subversión, en la Resistencia —con todo su sentido histórico y contemporaneo, social y subjetivo— de lo incorregible y lo innegociable está la prueba y la fuerza del género.
  • Disforia de género en el país de «todos contentos»
En este punto, y bajo un traje de tolerancia y corrección política muy afín a estos tiempos, el gobierno asistido por el lobby rosa institucional, ha logrado vender como «ley progresista» un texto que envuelve un discurso tan paternalista como agresivo, insultante, y que sobre todo continúa y redefine el trabajo estigmatizador. Dos años de tratamiento psicológico y al cabo un diagnóstico de Disforia de Género, son el trance que establece la ley para que transexuales y travestis, puedan reformar su denominación legal y sexual en los documentos oficiales. Además de calcar la ley francesa, los requisitos de la nueva ley son idénticos a los que hasta ahora exige el Servicio Andaluz de Salud para practicar el cambio de sexo con cargo a Seguridad Social, e incluye que la persona solicitante haya «sido tratada médicamente durante al menos dos años para acomodar sus características físicas al sexo reclamado». Esto último no significa otra cosa que un tratamiento hormonal, con lo que significa de autoagresión física y emocional, y por otro lado de ingente negocio para la industria farmaceútica.

Sintetizando el fondo y la forma de este texto entre kafkiano y orwelliano, personas que están en sus cabales tendrán que asumir la condición de enfermos mentales para acceder a un derecho, y a la vez, profesionales de la psicoterapia tendrán que diagnosticar una enfermedad mental a quienes están en pleno uso de sus facultades mentales. Todo según un concepto cuya base ciéntífica mas sólida es la legitimación para juzgar y la capacidad de la doctrina psicoanalítica de desarrollar teorías y enfermedades basura.

El término Disforia de Género como significado y como significante («Disgusto persistente por algunas, o todas, de las características físicas o papeles sociales que connotan el propio sexo biológico»), mantiene los roles y las prácticas de la heterosexualidad como la medida de lo normal. Una relación entre normalidad y desviación relativamente desacreditada pero aún sólidamente arraigada en la conciencia colectiva, se reencarna hoy en un concepto medico-legal que con todo rigor podría aplicarse a la homosexualidad, pero que se ha reservado al transgénero, con buen cuidado de no tocar el escalón simbólico y la respetabilidad social —aún hoy débil y en mucho hipócrita— lograda por gays y lesbianas.

De hecho, una de las razones de que los grupos antiabortistas, familiaristas, tradicionalistas, ultrarreligiosos y la derecha política en general, no se hayan movilizado contra la ley, a parte de la cargada agenda de fantasmas y cruzadas en la que se han embarcado, es porque aquella deja meridianamente claro lo que para ellos es la diferencia entre normalidad sexual, biológica y reproductiva, y enfermedad, monstruosidad o excentricidad de género. A pesar de que las amenazas recibidas por teléfono e internet, obligaron a la Federación de Gais, Lesbianas y Transexuales (FGLT) a suspender una celebración convocada tras la aprobación del Proyecto de Ley por el Consejo de Ministros, sí la ley ha ocupado un segundo plano en la ofensiva ultracatólica —incluso es difícil encontrar referencias en sus webs— es por la confirmación de buena parte de sus tesis. No olvidemos que sí terapeutas e identicidas como el polémico Aquilino Polaino quieren tener algo que «curar» no tienen otro término mejor que el de Disforia de Género.

Duele pensar que esta condena a una condición irremediablemente patológica del transgénero, no haya sido inmediatamente respondida por los colectivos de homosexuales y lesbianas, quizás por un pragmatismo de vía estrecha.

Bajo la capa de un presunto País de las Maravillas donde «lo importante es que todos estén contentos» aunque sean extraños y desviados, la ciencia y la política han vuelto a hacer de las suyas, mezclando la estética de las buenas intenciones con un juicio y un prejuicio demoledor, que convierte a miles de personas en enfermos mentales por decreto.

En este punto, y bajo un traje de tolerancia y corrección política muy afín a estos tiempos, el gobierno asistido por el , ha logrado vender como «ley progresista» un texto que envuelve un discurso tan paternalista como agresivo, insultante, y que sobre todo continúa y redefine el trabajo estigmatizador. Dos años de tratamiento psicológico y al cabo un diagnóstico de , son el trance que establece la ley para que transexuales y travestis, puedan reformar su denominación legal y sexual en los documentos oficiales. Además de calcar la ley francesa, los requisitos de la nueva ley son idénticos a los que hasta ahora exige el Servicio Andaluz de Salud para practicar el cambio de sexo con cargo a Seguridad Social, e incluye que la persona solicitante haya «sido tratada médicamente durante al menos dos años para acomodar sus características físicas al sexo reclamado». Esto último no significa otra cosa que un tratamiento hormonal, con lo que significa de autoagresión física y emocional, y por otro lado de ingente negocio para la industria farmaceútica.

  1. La Política Queer sería la acumulación y legitimación de identidades y prácticas sexuales que se hasta hoy se consideran «desviadas». Según un artículo publicado en Wikkipedia la «Teoría Queer (TQ) rechaza la clasificación de los individuos en categorías universales como "homosexual", "heterosexual", "hombre" o "mujer", sosteniendo que éstas esconden un número enorme de variaciones culturales, ninguna de las cuales sería más fundamental o natural que las otras. Contra el concepto clásico de género, que distinguía lo "normal" (en inglés regular) de lo "anómalo" (queer), la TQ afirma que todas las identidades sociales son igualmente anómalas». En palabras de Beatriz Preciado, una de las abanderadas académicas del queer: «Una multitud de cuerpos: cuerpos transgéneros, hombres sin pene, bolleras lobo, ciborgs, femmes butchs, maricas lesbianas... La “multitud sexual” aparece como el sujeto posible de la política queer»
  2. Monique Witting, «El pensamiento heterocentrado». Texto de 1978 publicado en www.hartza.com/queer
  3. Mujer o lesbiana que se transforma en imagen y actitudes de hombre, cambiando de rol en el espacio público.
  4. Performativizarse: transformar la estética, las actitudes y los roles del género propio mediante un trabajo de transformación estética y simulación social. Esta seria una de las banderas de la práctica queer, incluso para Beatriz Preciado una de las características y potenciales de lo que ella llama «multitudes queer».
  5. Andrea Planelles, «Evolución histórica de la transexualidad». 19/07/05
  6. Andrea Planelles, op.cit.
  7. Wall Street Journal, 23/05/01, extraido de «Terapia de reorientación sexual para homosexuales», www.aceprensa.com

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